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1. El peregrino de Compostela

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Mi corazón continuaba acelerado y me convencí de que lo pasaría mal.

Estaba demasiado aterrorizado como para dar o pedir explicaciones. Me

senté en el suelo y Petrus me echó un poco de agua en la cabeza y en la

nuca. Recordé que había reaccionado de la misma manera cuando salimos

de casa de la mujer, pero ese día yo estaba llorando y sintiéndome bien.

Ahora la sensación era exactamente la contraria.

Petrus dejó que descansara el tiempo suficiente. El agua me reanimó un

poco y el mareo comenzó a pasar. Lentamente, las cosas volvían a la

normalidad.

Cuando me sentí reanimado, Petrus pidió que caminásemos un poco y le

obedecí. Anduvimos unos quince minutos, pero el agotamiento volvió. Nos

sentamos a los pies de un «rollo», una columna medieval con una cruz en la

punta, que marcaba algunos trechos de la Ruta Jacobea.

—Tu miedo te causó mucho más daño que el perro —dijo Petrus,

mientras yo descansaba.

Quise saber por qué ese encuentro absurdo.

—En la vida y en el Camino de Santiago hay ciertas cosas que suceden

independientemente de nuestra voluntad. En nuestro primer encuentro, te

dije que había leído en la mirada del gitano el nombre del demonio que

habrías de enfrentar. Me sorprendió mucho saber que ese demonio era un

perro, pero no te dije nada en esa ocasión. Sólo cuando llegamos a la casa

de la mujer, y manifestaste por vez primera el Amor que Devora, vi a tu

enemigo.

—Cuando alejaste al perro de esa señora, no lo llevaste a ningún lado.

Nada se pierde, todo se transforma, ¿no es así? No lanzaste los espíritus en

una manada de puercos que se arrojó por un despeñadero, como hizo Jesús.

Simplemente alejaste al perro. Ahora, esa fuerza vaga sin rumbo tras de ti.

Antes de encontrar tu espada, deberás decidir si deseas ser esclavo o señor

de esa fuerza.

Mi cansancio comenzó a pasar. Respiré profundo, sintiendo la piedra

fría del «rollo» en mi espalda. Petrus me dio un poco más de agua y

prosiguió:

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