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1. El peregrino de Compostela

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—No hagas de este ejercicio una tortura, porque no fue hecho para eso

—dijo Petrus—. Busca encontrar placer en una velocidad a la cual no estás

acostumbrado. Al cambiar la manera de hacer cosas rutinarias, permites que

un nuevo hombre crezca dentro de ti. Pero, en fin, eres tú quien decide.

La amabilidad de la frase final me calmó un poco. Si era yo quien

decidía qué hacer, entonces era mejor sacar provecho de la situación.

Respiré profundo y traté de no pensar en nada. Desperté en mí un estado

extraño, como si el tiempo fuera algo distante y no me interesara. Fui

calmándome cada vez más y comencé a reparar, con otros ojos, en las cosas

que me circundaban. La imaginación, rebelde mientras me hallaba tenso,

empezó a funcionar en mi favor. Miraba el pueblecito frente a mí y

empezaba a crear toda una historia de él: cómo fue construido, qué fue de

los peregrinos que por allí pasaron, la alegría de encontrar gente y

hospedaje después del viento frío de los Pirineos.

En determinado momento creí ver en el pueblo una presencia fuerte,

misteriosa y sabia. Mi imaginación colmó la planicie de caballeros y

combates. Podía ver sus espadas reluciendo al sol y oír sus gritos de guerra.

El pueblecito ya no era sólo un lugar para calentar con vino mi alma y mi

cuerpo con un cobertor: era un marco histórico, una obra de hombres

heroicos, que habían dejado todo para instalarse en aquellos páramos.

El mundo estaba allí, en torno mío, y me di cuenta de que pocas veces le

había prestado atención.

Cuando me percaté, estábamos en la puerta de la taberna. Petrus me

invitó a entrar.

—Yo pago el vino —dijo—, y vamos a dormirnos temprano porque

mañana necesito presentarte con un gran brujo.

Dormí pesadamente y no soñé. En cuanto el día comenzó a extenderse

por las dos únicas calles del pueblecito de Roncesvalles, Petrus tocó en la

puerta de mi cuarto. Nos hospedábamos en el piso superior de la taberna,

que también servía de hotel.

Tomamos café negro y pan con aceite, y salimos. Una densa neblina se

había apoderado del lugar. Advertí que Roncesvalles no era exactamente un

pueblecito, como había pensado al principio; en la época de las grandes

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