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Los niños continuaron ignorando nuestra presencia. Petrus se sentó y se
quedó contemplando el juego, hasta que la pelota cayó cerca de donde él
estaba. Con un movimiento rápido, tomó la pelota y me la lanzó.
Atrapé en el aire la pelota de goma y me quedé esperando lo que
sucedería.
Uno de los niños —al parecer el mayor— se acercó. Mi primer impulso
fue devolverle la pelota, pero el comportamiento de Petrus había sido tan
extraño que decidí intentar averiguar qué pasaba.
—Devuélvame la pelota, señor —dijo el muchacho.
Miré aquella figura pequeña, a dos metros de mí. Noté que había algo
de familiar en el niño, el mismo sentimiento que había experimentado
cuando me encontré con el gitano.
El muchacho insistió y, viendo que yo no respondía, se agachó y cogió
una piedra.
—Deme la pelota o le voy a arrojar esta piedra —dijo.
Petrus y el otro niño me observaban, en silencio. La agresividad del
muchacho me irritó.
—Arroja la piedra —respondí—. Si me pega, voy por ti y te doy una
paliza.
Sentí que Petrus respiró aliviado. Algo comenzaba querer surgir en los
sitios más recónditos de mi cabeza. Tenía la clara sensación de haber vivido
ya esa escena.
El muchacho se asustó con mis palabras. Dejó la piedra en el suelo y
buscó otra manera.
—Aquí en Puente la Reina existe un relicario que perteneció a un
peregrino muy rico. Veo por la concha y su mochila que ustedes también
son peregrinos. Si me regresan la pelota, les doy ese relicario. Está
escondido en la arena, en las márgenes de este río.
—Quiero la pelota —dije sin mucha convicción. En realidad lo que yo
quería era el relicario y el muchacho parecía decir la verdad; pero tal vez
Petrus necesitara aquella pelota para algo y no podía decepcionarlo, era mi
guía.