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1. El peregrino de Compostela

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cuidadosamente la hoja y la coloqué bajo una piedra, que me recordaba su

nombre y su amistad. En breve, el tiempo destruiría ese papel, pero

simbólicamente se lo estaba entregando a Petrus.

Él ya sabía lo que conseguiría con mi espada. Mi misión con Petrus

también estaba cumplida.

Seguí montaña arriba, con Ágape fluyendo de mí y coloreando todo el

paisaje a mi alrededor. Ahora que había descubierto el secreto, descubriría

lo que buscaba.

Una fe, una firme certeza invadió todo mi ser. Comencé a cantar la

melodía italiana que Petrus había recordado en el estacionamiento de trenes.

Como no me sabía la letra, empecé a inventarla. No había nadie cerca,

cruzaba entre una espesa vegetación y el aislamiento me hizo cantar más

alto. Al poco tiempo percibí que las palabras que inventaba adquirían un

absurdo sentido en mi cabeza; era un medio de comunicación con el mundo

que sólo yo conocía, pues ahora el mundo estaba enseñándome.

Lo había experimentado antes de una manera distinta, cuando tuve mi

primer encuentro con Legión. Ese día se había manifestado en mí el Don de

Lenguas. Había sido siervo del Espíritu, que me utilizó para salvar a una

mujer, crear un Enemigo y enseñarme la forma cruel del Buen Combate.

Ahora era diferente: yo era mi propio Maestre y me enseñaba a conversar

con el Universo.

Comencé a conversar con todas las cosas que aparecían por el camino:

troncos de árboles, pozas de agua, hojas caídas y enredaderas vistosas. Era

un ejercicio de personas comunes que los niños enseñaban y los adultos

olvidaban, pero había una maravillosa respuesta de parte de las cosas, como

si entendiesen lo que estaba diciendo y a cambio me inundaran con el Amor

que Devora.

Entré en una especie de trance y me asusté, pero estaba dispuesto a

seguir hasta cansarme de aquel juego.

Una vez más Petrus tenía razón: enseñándome a mí mismo, me

transformaba en Maestre.

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