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cuidadosamente la hoja y la coloqué bajo una piedra, que me recordaba su
nombre y su amistad. En breve, el tiempo destruiría ese papel, pero
simbólicamente se lo estaba entregando a Petrus.
Él ya sabía lo que conseguiría con mi espada. Mi misión con Petrus
también estaba cumplida.
Seguí montaña arriba, con Ágape fluyendo de mí y coloreando todo el
paisaje a mi alrededor. Ahora que había descubierto el secreto, descubriría
lo que buscaba.
Una fe, una firme certeza invadió todo mi ser. Comencé a cantar la
melodía italiana que Petrus había recordado en el estacionamiento de trenes.
Como no me sabía la letra, empecé a inventarla. No había nadie cerca,
cruzaba entre una espesa vegetación y el aislamiento me hizo cantar más
alto. Al poco tiempo percibí que las palabras que inventaba adquirían un
absurdo sentido en mi cabeza; era un medio de comunicación con el mundo
que sólo yo conocía, pues ahora el mundo estaba enseñándome.
Lo había experimentado antes de una manera distinta, cuando tuve mi
primer encuentro con Legión. Ese día se había manifestado en mí el Don de
Lenguas. Había sido siervo del Espíritu, que me utilizó para salvar a una
mujer, crear un Enemigo y enseñarme la forma cruel del Buen Combate.
Ahora era diferente: yo era mi propio Maestre y me enseñaba a conversar
con el Universo.
Comencé a conversar con todas las cosas que aparecían por el camino:
troncos de árboles, pozas de agua, hojas caídas y enredaderas vistosas. Era
un ejercicio de personas comunes que los niños enseñaban y los adultos
olvidaban, pero había una maravillosa respuesta de parte de las cosas, como
si entendiesen lo que estaba diciendo y a cambio me inundaran con el Amor
que Devora.
Entré en una especie de trance y me asusté, pero estaba dispuesto a
seguir hasta cansarme de aquel juego.
Una vez más Petrus tenía razón: enseñándome a mí mismo, me
transformaba en Maestre.