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Llegó la hora del almuerzo y no me detuve a comer. Cuando atravesaba
las pequeñas poblaciones por el camino, hablaba en voz más baja, me reía
solo y si por ventura alguien me prestó atención, debió haber concluido que
los peregrinos de hoy llegaban locos a la catedral de Santiago, pero esto no
tenía importancia, porque yo celebraba la vida a mi alrededor y ya sabía lo
que debía hacer con mi espada cuando la encontrase.
Durante el resto de la tarde caminé en trance, consciente de adónde
quería llegar, pero mucho más aún de la vida que me rodeaba y que me
devolvía Ágape.
En el cielo comenzaron a formarse, por primera vez, negros nubarrones,
y rogué que lloviera, porque después de tanto tiempo de caminata y de
sequía, la lluvia era otra vez una experiencia nueva, excitante. A las tres de
la tarde pisé tierras de Galicia y en mi mapa vi que faltaba sólo una
montaña para completar la travesía de aquella etapa. Decidí que habría de
cruzarla y dormir en el primer lugar habitado de la bajada: Tricastela, donde
un gran rey —Alfonso IX— soñó crear una inmensa ciudad, que muchos
siglos después aún no pasaba de ser un poblado.
Todavía cantando y hablando la lengua que había inventado para
conversar con las cosas, empecé a subir la montaña que faltaba: el Pedrafita
de O Cebreiro. El nombre provenía de remotos poblados romanos del lugar
y parecía indicar el mes de «fevereiro» [15] , donde algo importante debió
haber sucedido. Antiguamente era considerado el paso más difícil de la
Ruta Jacobea, pero hoy las cosas habían cambiado. Excepto por la subida,
más empinada que las otras, una antena de televisión, en un monte cercano,
servía siempre de referencia a los peregrinos y evitaba constantes desvíos
de ruta, comunes y fatales en el pasado.
Las nubes comenzaron a bajar mucho y en poco tiempo estaría entrando
en la neblina. Para llegar a Tricastela, debía seguir con todo cuidado las
marcas amarillas, ya que la antena de televisión estaba oculta por la neblina.