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—Antes que nada voy a advertirte algo —dijo el padre Jorge—. La Ruta
Jacobea es sólo uno de los cuatro caminos. Es el Camino de la Espada.
Puede traerte poder, pero esto no es suficiente.
—¿Cuáles son los otros tres?
—Por lo menos conoces dos: el Camino de Jerusalén, que es el camino
de Copas o del Grial, y te traerá la capacidad de hacer milagros; y el
Camino de Roma, el camino de Bastos, que te permite la comunicación con
los otros mundos.
—Falta el camino de Oros para completar los cuatro naipes de la baraja
—dije bromeando y el padre Jorge se rió.
—Exactamente. Ése es el camino secreto, que si atraviesas algún día, no
podrás contárselo a nadie. Por ahora vamos a dejar esto de lado. ¿Dónde
están tus veneras?
Abrí la mochila y saqué las conchas con la imagen de Nuestra Señora
Aparecida. Las colocó sobre la mesa, extendió las manos sobre ellas y
comenzó a concentrarse. Me pidió que hiciera lo mismo. El perfume en el
aire era cada vez más intenso. Tanto el padre como yo teníamos los ojos
abiertos y de repente pude percibir que estaba sucediendo el mismo
fenómeno que había visto en Itatiaia: las conchas brillaban con la luz que no
ilumina. El brillo fue cada vez más intenso y oí una voz misteriosa, que
salía de la garganta del padre Jorge, diciendo:
—Donde estuviere tu tesoro, allí estará tu corazón.
Era una frase de la Biblia; pero la voz continuó:
—Y donde estuviere tu corazón, allí estará la cuna de la Segunda
Venida de Cristo; como estas conchas, el peregrino en la Ruta Jacobea es
sólo la cáscara. Al romperse la cáscara, que es vida, aparece la Vida, hecha
de Ágape.
Retiró las manos y las conchas dejaron de brillar. Después escribió mi
nombre en el libro que estaba sobre la mesa. En todo el Camino de Santiago
sólo vi tres libros donde fue escrito mi nombre: el de madame Lawrence, el
del padre Jorge y el libro del Poder, donde más tarde yo mismo escribiría mi
nombre.