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La historia de guerreros y combates me recordó una vez más a Don Juan
de Carlos Castaneda. Me pregunté si el viejo brujo indio acostumbraba dar
lecciones por la mañana, antes de que su discípulo pudiera digerir el
desayuno. Pero Petrus continuó:
—Además de las fuerzas físicas que nos rodean y nos ayudan, existen
básicamente dos fuerzas espirituales junto a nosotros: un ángel y un
demonio. El ángel nos protege siempre y esto es un don divino —no es
necesario invocarlo—. El rostro de tu ángel está siempre visible cuando ves
el mundo con buenos ojos. Es este riachuelo, los trabajadores en el campo,
este cielo azul, aquel viejo puente que nos ayuda a atravesar el agua, y que
fue colocado aquí por manos anónimas de legionarios romanos; también en
este puente está el rostro de tu ángel. Nuestros abuelos lo conocían como
ángel guardián, ángel de la guarda, ángel custodio.
—El demonio también es un ángel, pero es una fuerza libre, rebelde.
Prefiero llamarlo Mensajero, pues es el principal eslabón entre tú y el
mundo. En la Antigüedad era representado por Mercurio, por Hermes
Trimegisto, el Mensajero de los dioses. Sólo actúa en el plano material. Está
presente en el oro de la Iglesia, porque el oro viene de la tierra y la tierra es
su dominio. Está presente en nuestro trabajo y nuestra relación con el
dinero. Cuando lo dejamos suelto, tiende a dispersarse. Cuando lo
exorcizamos, perdemos todo lo bueno que tiene para enseñamos, pues
conoce mucho del mundo y de los hombres. Cuando nos fascinamos ante su
poder, nos posee y nos aparta del Buen Combate.
»Por tanto, la única manera de lidiar con nuestro Mensajero es
aceptándolo como amigo, oyendo sus consejos, pidiendo su ayuda cuando
sea necesaria, pero nunca dejando que imponga las reglas. Como lo hiciste
con el muchacho. Para ello es necesario, primero, que sepas lo que quiere y,
luego, que conozcas su faz y su nombre.
—¿Cómo voy a saber todo eso? —pregunté.
Y Petrus me enseñó «El Ritual del Mensajero».