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1. El peregrino de Compostela

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experimentado durante todo el día, al secreto de mi espada que había

descubierto y porque el hombre en los momentos de crisis siempre toma la

decisión correcta, caminaba sin miedo con dirección a la neblina.

«Esta nube tiene que acabarse», pensaba mientras luchaba por descubrir

las marcas amarillas en las piedras y en los árboles del Camino. Hacía casi

una hora que la visibilidad era muy poca y yo continuaba cantando, para

alejar el miedo, mientras esperaba que algo extraordinario sucediera.

Rodeado por la neblina, solo en aquel ambiente irreal, una vez más

comencé a ver el Camino de Santiago como si fuera una película, en el

momento en que vemos al héroe hacer lo que nadie haría, mientras en las

butacas la gente piensa que estas cosas sólo pasan en el cine. Pero allí

estaba yo, viviendo esta situación en la vida real.

La floresta iba quedándose cada vez más silenciosa y la neblina

comenzó a dispersarse bastante. Podría ser que estuviera llegando al final,

pero aquella luz confundía mis ojos y pintaba todo a mi alrededor con

colores misteriosos y aterradores.

Ahora el silencio era casi total y justo prestaba atención a esto cuando

creí oír, a mi izquierda, una voz de mujer. Me detuve de inmediato,

esperaba que el sonido se repitiera, pero no escuché ningún ruido —ni

siquiera el ruido normal de las florestas, con sus grillos, insectos y animales

pisando hojas secas—. Miré el reloj: eran exactamente las 5:15 de la tarde.

Calculé que todavía faltaban unos cuatro kilómetros para llegar hasta

Torrestrela y el tiempo de camino era más que suficiente para que yo

pudiese hacerlo aún con luz de día.

Cuando dejé de ver el reloj, escuché de nuevo la voz femenina. A partir

de ese momento viviría una de las experiencias más importantes de toda mi

vida.

La voz no venía de ningún lugar del bosque, sino de dentro de mí. Podía

escucharla de una manera clara y nítida, y hacía que mi intuición la volviera

más fuerte. No era ni yo ni Astrain el dueño de aquella voz. Sólo me dijo

que debía continuar caminando, a lo que obedecí sin pestañear. Era como si

Petrus hubiese vuelto, hablándome del mandar y el servir, y en ese instante

yo fuese apenas un instrumento del Camino que «me caminaba».

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