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—Fue por eso, mi querido Petrus —dijo, mirándome—. Fue por eso que
el Mensajero apareció ayer en el niño.
De repente me di cuenta de que no era yo quien miraba al perro. Desde
que entré, aquel animal me hipnotizó y mantuvo mis ojos fijos en los suyos.
Era el can el que me miraba y haciendo que cumpliera su voluntad.
Comencé a sentir mucha pereza, unas ganas de dormir en aquel sofá
rasgado, porque hacía mucho calor afuera y no tenía ganas de caminar.
Todo eso me parecía extraño y tuve la sensación de estar cayendo en una
trampa. El perro me miraba fijamente y, mientras más me miraba, más
sueño tenía.
—Vamos —dijo Petrus, levantándose y ofreciéndome la taza de té—,
toma un poco, porque la señora desea que ya nos vayamos.
Vacilé, pero conseguí tomar la taza y el té caliente me reanimó. Quería
decir algo, preguntar el nombre del animal, pero mi voz no salía. Algo
dentro de mí había despertado, algo que Petrus no me había enseñado, pero
que comenzaba a manifestarse. Era un deseo incontrolable de decir palabras
extrañas, cuyo significado ni yo mismo conocía. Me di cuenta de que Petrus
había puesto algo en el té. Todo parecía distante y tenía sólo una vaga
noción de que la mujer le decía a Petrus que debíamos irnos. Sentí un
estado de euforia y decidí decir en voz alta las palabras extrañas que me
pasaban por la mente.
Todo lo que podía percibir en esa sala era al perro.
Cuando comencé a decir aquellas palabras extrañas, que ni yo entendía,
noté que el can comenzaba a gruñir. Estaba entendiendo; me emocioné aún
más y seguí hablando cada vez más alto. El perro se levantó y mostró los
dientes. Ya no era el animal dócil que encontré al llegar, sino uno ruin y
amenazador, que podía atacarme en cualquier momento.
Sabía que las palabras me protegían y comencé a hablar cada vez más
alto, dirigiendo toda mi fuerza hacia el perro, sintiendo que dentro de mí
había un poder diferente y que este poder impedía que el animal me atacase.
A partir de entonces, todo empezó a suceder como en cámara lenta.
Noté que la mujer se acercaba a mí gritando e intentaba empujarme hacia
fuera, y que Petrus agarraba a la mujer, pero que el perro no prestaba la