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Aproveché la abundancia de rocas de la ciudad abandonada y tomé del
suelo un trozo de pizarra.
Cuando quise apretar el paso noté que Petrus estaba caminando muy
despacio. Examinaba las casas en ruinas, movía troncos caídos y restos de
libros, hasta que se sentó en medio de la plaza del lugar, donde había una
cruz de madera.
—Vamos a descansar un poco —dijo.
Estaba atardeciendo y, aunque nos quedásemos allí una hora, aún daba
tiempo de llegar a la Cruz de Hierro antes de que cayera la noche.
Me senté a su lado y me quedé mirando el paisaje vacío. De la misma
manera que los ríos cambiaban de lugar, también cambiaban de lugar los
hombres. Las casas eran sólidas y deben de haber tardado mucho tiempo en
derrumbarse. Era un lugar bonito, con montañas atrás y un valle enfrente, y
me pregunté qué habría llevado a tanta gente a abandonar un lugar como
ése.
—¿Crees que don Suero de Quiñones estaba loco? —preguntó Petrus.
Ya no me acordaba quién era don Suero y tuvo que recordarme «El Paso
Honroso».
—Creo que no estaba loco —respondí. Pero dudé de mi respuesta.
—Pues sí estaba, al igual que Alfonso, el monje que conociste. Como
yo, y la manera de manifestarse esta locura está en los dibujos que hago. O
como tú, que buscas tu espada. Todos nosotros tenemos dentro, ardiendo, la
llama de la santa locura, que es alimentada por Ágape.
»Para esto no necesitas querer conquistar América o conversar con las
aves —como San Francisco de Asís—. Un verdulero de la esquina puede
manifestar esta llama santa de locura, si le gusta lo que hace. Ágape existe
más allá de los conceptos humanos y es contagioso, porque el mundo tiene
sed de él.
Petrus me dijo que yo sabía despertar Ágape mediante el Globo Azul.
Pero para que Ágape pudiera florecer, yo no podía tener miedo de cambiar
mi vida. Si me gustaba lo que estaba haciendo, muy bien, pero si no,
siempre había tiempo de cambiar. Permitiendo que sucediera un cambio, yo