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1. El peregrino de Compostela

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Pregunté cuál era el ejercicio.

—Tener fe en nuestro pensamiento —respondió.

Me senté en el suelo en posición de yoga. Sabía que después de todo lo

que había conseguido, con el perro, en la cascada, también lograría esto.

Miré fijamente la cruz. Me imaginé saliendo del cuerpo, agarrando sus

brazos y levantándola con mi cuerpo astral. En el camino de la Tradición ya

había hecho algunos pequeños «milagros» como éstos. Podía quebrar vasos,

estatuas de porcelana y mover cosas sobre la mesa. Era un truco de magia

fácil que, a pesar de no significar que poseía poder, ayudaba mucho a

convencer a los «impíos». Nunca antes lo había intentado con un objeto del

tamaño y el peso de aquella cruz, pero si Petrus lo había mandado, podría

lograrlo.

Durante media hora lo intenté de todas las maneras. Utilicé viaje astral y

sugestión. Recordé el dominio de la fuerza de gravedad que tenía el Maestre

y procuré repetir las palabras que siempre decía en esas ocasiones. No

sucedió nada. Estaba completamente concentrado y la cruz no se movía.

Invoqué a Astrain, que apareció entre las columnas de fuego, pero cuando

le hablé de la cruz dijo que detestaba ese objeto.

Petrus terminó sacudiéndome y sacándome del trance.

—Vamos, esto se está volviendo un fastidio —dijo—. Si no puedes con

el pensamiento, coloca esa cruz en pie, con las manos.

—¿Con las manos?

—¡Obedece!

Me asusté: de repente estaba frente a mí un hombre áspero, muy

diferente del que había cuidado mis heridas y no sabía ni qué decir, ni qué

hacer.

—¡Obedece! —repitió—. ¡Es una orden!

Tenía los brazos y manos vendados por la pelea con el perro. A pesar

del ejercicio de oír, mis oídos rehusaban creer lo que estaba escuchando.

Sin decir nada, le mostré los vendajes, pero continuó mirándome fijamente,

inexpresivo. Esperaba que lo obedeciera. El guía y amigo que me había

acompañado durante todo este tiempo, que me había enseñado las Prácticas

de RAM y me había contado las bellas historias del Camino de Santiago,

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