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Pregunté cuál era el ejercicio.
—Tener fe en nuestro pensamiento —respondió.
Me senté en el suelo en posición de yoga. Sabía que después de todo lo
que había conseguido, con el perro, en la cascada, también lograría esto.
Miré fijamente la cruz. Me imaginé saliendo del cuerpo, agarrando sus
brazos y levantándola con mi cuerpo astral. En el camino de la Tradición ya
había hecho algunos pequeños «milagros» como éstos. Podía quebrar vasos,
estatuas de porcelana y mover cosas sobre la mesa. Era un truco de magia
fácil que, a pesar de no significar que poseía poder, ayudaba mucho a
convencer a los «impíos». Nunca antes lo había intentado con un objeto del
tamaño y el peso de aquella cruz, pero si Petrus lo había mandado, podría
lograrlo.
Durante media hora lo intenté de todas las maneras. Utilicé viaje astral y
sugestión. Recordé el dominio de la fuerza de gravedad que tenía el Maestre
y procuré repetir las palabras que siempre decía en esas ocasiones. No
sucedió nada. Estaba completamente concentrado y la cruz no se movía.
Invoqué a Astrain, que apareció entre las columnas de fuego, pero cuando
le hablé de la cruz dijo que detestaba ese objeto.
Petrus terminó sacudiéndome y sacándome del trance.
—Vamos, esto se está volviendo un fastidio —dijo—. Si no puedes con
el pensamiento, coloca esa cruz en pie, con las manos.
—¿Con las manos?
—¡Obedece!
Me asusté: de repente estaba frente a mí un hombre áspero, muy
diferente del que había cuidado mis heridas y no sabía ni qué decir, ni qué
hacer.
—¡Obedece! —repitió—. ¡Es una orden!
Tenía los brazos y manos vendados por la pelea con el perro. A pesar
del ejercicio de oír, mis oídos rehusaban creer lo que estaba escuchando.
Sin decir nada, le mostré los vendajes, pero continuó mirándome fijamente,
inexpresivo. Esperaba que lo obedeciera. El guía y amigo que me había
acompañado durante todo este tiempo, que me había enseñado las Prácticas
de RAM y me había contado las bellas historias del Camino de Santiago,