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1. El peregrino de Compostela

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entendí una vez más que era el destino el que estaba guiando la obra que yo

había hecho.

Me quedé aguardando el choque de la cruz al caer hacia el otro lado y

arrojar en todas direcciones las piedras que había juntado. Pensé enseguida

que el impulso pudo no haber sido suficiente y que caería de vuelta sobre

mí. Pero todo lo que oí fue un ruido sordo, de algo golpeando contra el

fondo de la tierra.

Volteé despacio: la cruz estaba en pie, aún balanceándose debido al

impulso. Algunas piedras rodaban del montículo, pero no se caería.

Rápidamente volví a colocar las piedras en el lugar y me abracé a la cruz

para que dejara de balancearse. En ese momento la sentí viva, cálida, seguro

de que había sido como una amiga durante toda mi tarea. Fui soltándome

despacio, ajustando las piedras con los pies.

Me quedé admirando mi trabajo durante algún tiempo, hasta que las

heridas comenzaron a doler. Petrus aún dormía; me acerqué a él y lo golpeé

suavemente con el pie.

Despertó con brusquedad y miró la cruz.

—Muy bien —fue todo lo que dijo—. En Ponferrada te cambias el

vendaje.

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