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1. El peregrino de Compostela

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Nadie sabe quiénes fueron: dos lápidas sin nombre en el cementerio junto a

la capilla marcan el sitio donde están enterrados sus huesos, pero es

imposible saber cuál es la tumba del monje y cuál la del campesino, porque

para que hubiese Milagro era necesario que las dos fuerzas libraran el Buen

Combate.

La capilla estaba llena de luz cuando llegué a su puerta. Sí, yo era digno

de entrar porque tenía una espada y sabía qué hacer con ella. No era el

Portal del Perdón, porque ya había sido perdonado y purificado mis

vestiduras en la sangre del Cordero. Ahora sólo quería las manos en mi

espada y salir librando el Buen Combate.

En la pequeña construcción no había ninguna cruz. Allí, en el altar,

estaban las reliquias del Milagro: el cáliz y la patena que había visto durante

la danza, y un relicario de plata que contenía el cuerpo y la sangre de Jesús.

Volvía a creer en milagros y en las cosas imposibles que el hombre es

capaz de conseguir en su vida diaria. Las altas cumbres que me rodeaban

parecían decir que sólo estaban allí para desafiar al hombre, y que el

hombre sólo existía para aceptar el honor de ese desafío.

El cordero desapareció entre los bancos y miré frente a mí. Ante el altar,

sonriendo —y tal vez un poco aliviado—, estaba el Maestre con mi espada

en la mano.

Me detuve y él se acercó; pasó junto a mí y salió del lugar. Lo seguí.

Ante la capilla, mirando al cielo oscuro, desenvainó mi espada y pidió que

sujetara la empuñadura junto con él. Apuntó la hoja hacia arriba y dijo el

Salmo sagrado de los que viajan y luchan por vencer:

Caigan mil a tu lado y diez mil a tu derecha,

tú no serás alcanzado.

Ningún mal te ocurrirá, ninguna plaga llegará

a tu tienda,

pues a sus Ángeles dará órdenes para tu servicio,

para que te guarden en todos tus Caminos.

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