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Nadie sabe quiénes fueron: dos lápidas sin nombre en el cementerio junto a
la capilla marcan el sitio donde están enterrados sus huesos, pero es
imposible saber cuál es la tumba del monje y cuál la del campesino, porque
para que hubiese Milagro era necesario que las dos fuerzas libraran el Buen
Combate.
La capilla estaba llena de luz cuando llegué a su puerta. Sí, yo era digno
de entrar porque tenía una espada y sabía qué hacer con ella. No era el
Portal del Perdón, porque ya había sido perdonado y purificado mis
vestiduras en la sangre del Cordero. Ahora sólo quería las manos en mi
espada y salir librando el Buen Combate.
En la pequeña construcción no había ninguna cruz. Allí, en el altar,
estaban las reliquias del Milagro: el cáliz y la patena que había visto durante
la danza, y un relicario de plata que contenía el cuerpo y la sangre de Jesús.
Volvía a creer en milagros y en las cosas imposibles que el hombre es
capaz de conseguir en su vida diaria. Las altas cumbres que me rodeaban
parecían decir que sólo estaban allí para desafiar al hombre, y que el
hombre sólo existía para aceptar el honor de ese desafío.
El cordero desapareció entre los bancos y miré frente a mí. Ante el altar,
sonriendo —y tal vez un poco aliviado—, estaba el Maestre con mi espada
en la mano.
Me detuve y él se acercó; pasó junto a mí y salió del lugar. Lo seguí.
Ante la capilla, mirando al cielo oscuro, desenvainó mi espada y pidió que
sujetara la empuñadura junto con él. Apuntó la hoja hacia arriba y dijo el
Salmo sagrado de los que viajan y luchan por vencer:
Caigan mil a tu lado y diez mil a tu derecha,
tú no serás alcanzado.
Ningún mal te ocurrirá, ninguna plaga llegará
a tu tienda,
pues a sus Ángeles dará órdenes para tu servicio,
para que te guarden en todos tus Caminos.