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1. El peregrino de Compostela

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Estaba sintiéndome más tranquilo, debido a aquel pensamiento que se

formaba en mí y que pronto estallaría. Recé, hice algunos ejercicios que

Petrus me enseñó y resolví invocar a Astrain.

Necesitaba conversar con él sobre lo que había sucedido durante la

lucha con el perro. Aquel día el Mensajero había hecho lo posible por

perjudicarme y después de rehusarse cuando el episodio de la cruz, estaba

decidido a alejarlo para siempre de mi vida, pero si no hubiese identificado

su voz habría cedido a las tentaciones que aparecieron durante todo el

combate.

«Hiciste lo posible por ayudar a Legión a vencer», dije.

«Yo no lucho contra mis hermanos», respondió Astrain.

Era la respuesta que estaba esperando. Ya había sido prevenido al

respecto y era una tontería molestarme porque el Mensajero había seguido

su propia naturaleza. Debía buscar en él el compañero que me ayudase en

momentos como el que estaba pasando ahora; ésta era su única función.

Dejé a un lado el rencor y comenzamos a conversar animadamente

sobre el Camino, sobre Petrus y sobre el secreto de la espada, que ya

presentía tener dentro de mí. No dijo nada importante, sólo que estos

secretos le estaban vedados, pero al menos tuve alguien con quien

desahogarme un poco, tras una tarde entera en silencio. Conversamos hasta

tarde, cuando de pronto la anciana golpeó mi puerta diciendo que yo

hablaba dormido.

Desperté más animado y emprendí la caminata muy temprano por la

mañana. Según mis cálculos, llegaría esa misma tarde a tierras de Galicia,

donde estaba Santiago de Compostela. Todo el camino era de subida y tuve

que hacer doble esfuerzo, durante casi cuatro horas, para mantener el ritmo

de caminata que me había impuesto. A cada momento esperaba que tras la

siguiente loma comenzara el camino de bajada, pero esto no sucedió nunca

y acabé perdiendo las esperanzas de caminar más rápido esa mañana.

A lo lejos, divisé algunas montañas más altas y pensé que tarde o

temprano tendría que pasar por ellas. Mientras tanto, el esfuerzo físico

había parado casi por completo mi pensamiento, y comencé a sentirme más

amigo de mí mismo.

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