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—Cuando renunciamos a nuestros sueños y encontramos la paz —dijo
luego de un rato—, tenemos un pequeño periodo de tranquilidad, pero los
sueños muertos comienzan a pudrirse dentro de nosotros y a infestar todo el
ambiente en que vivimos. Comenzamos a volvemos crueles con quienes nos
rodean y, finalmente, dirigimos esa crueldad contra nosotros. Surgen las
enfermedades y las psicosis. Lo que queríamos evitar en el combate —la
decepción y la derrota— se convierte en el único legado de nuestra
cobardía. Y, un buen día, los sueños muertos y podridos vuelven el aire
difícil de respirar y comenzamos a desear la muerte, la muerte que nos
libere de nuestras certezas, de nuestras ocupaciones y de aquella terrible paz
de las tardes de domingo.
Ahora estaba seguro de estar viendo un ángel y ya no pude seguir las
palabras de Petrus. Debió darse cuenta, pues quitó el dedo de mi nuca y
dejó de hablar. La imagen del ángel duró algunos instantes y luego
desapareció. En su lugar, nuevamente surgió la torre de la iglesia.
Permanecimos en silencio algunos minutos. Petrus lió un cigarro y
comenzó a fumar. Saqué de la mochila la garrafa de vino y tomé un trago.
Estaba caliente, pero el sabor continuaba siendo el mismo.
—¿Qué viste? —preguntó.
Le conté la historia del ángel. Dije que al principio, cuando parpadeaba,
la imagen desaparecía.
—También tienes que aprender a librar el Buen Combate. Ya aprendiste
a aceptar las aventuras y los desafíos de la vida, pero sigues queriendo
negar lo extraordinario.
Petrus sacó de la mochila un pequeño objeto y me lo entregó. Era un
alfiler de oro.
—Esto es un regalo de mi abuelo. En la Orden de RAM, todos los
Antiguos poseían un objeto como éste. Se llama «El Punto de la Crueldad».
Cuando viste aparecer el ángel en la torre de la iglesia quisiste negarlo
porque no era algo a lo que estuvieses acostumbrado. En tu visión del