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penetrar cada vez más hacia el norte. Llamé su atención sobre ese hecho, y
respondió con sequedad diciendo que era mi guía y sabía dónde me llevaba.
Después de casi media hora de caminar, comencé a oír un ruido como
de un salto de agua. Alrededor sólo estaban los campos quemados por el sol
y empecé a imaginar qué rumor sería ése. Pero, a medida que caminábamos,
el ruido aumentaba cada vez más, hasta no dejar la menor sombra de duda
de que provenía de una cascada. Lo único fuera de lo común es que miraba
en derredor y no podía ver ni montañas ni cascadas.
Al cruzar una pequeña elevación me encontré entonces con una
extravagante obra de la naturaleza: en una depresión del terreno donde
cabría un edificio de cinco pisos, una cortina de agua se precipitaba con
dirección al centro de la tierra. En las orillas del inmenso agujero, una
exuberante vegetación, completamente distinta de la del sitio en que pisaba,
enmarcaba la caída de agua.
—Vamos a bajar aquí —dijo Petrus.
Comenzamos a bajar y recordé a Julio Verne, pues era como si
caminásemos con dirección al centro de la tierra. La bajada era escarpada y
difícil, y tuve que agarrarme de ramas espinosas y piedras cortantes para no
caer. Llegué al fondo de la depresión con los brazos y piernas
completamente arañados.
—Bella obra de la naturaleza —dijo Petrus.
Estuve de acuerdo. Un oasis en medio del desierto, con la vegetación
espesa y gotas de agua formando arco iris, eran tan hermosos vistos de
abajo como desde arriba.
—Aquí la naturaleza muestra su fuerza —insistió.
—Es verdad —asentí.
—Y permite que también nosotros mostremos nuestra fuerza. Vamos a
remontar esa cascada por en medio del agua —dijo mi guía.
Miré de nuevo el escenario frente a mí. Ya no veía el bello oasis, el
complejo capricho de la naturaleza. Estaba ante una enorme pared de más
de quince metros de altura, por donde el agua caía con fuerza
ensordecedora. El pequeño lago formado por la caída de agua tenía un nivel
que no rebasaba a un hombre parado, ya que el río se deslizaba con un ruido