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realidad de la vida. Matamos nuestros sueños porque tenemos miedo de
librar el Buen Combate.
La presión del dedo de Petrus en mi nuca se volvió más intensa. Tuve la
impresión de que la torre de la iglesia se transformaba: la silueta de la cruz
parecía un hombre con alas, un ángel. Parpadeé y la cruz volvió a ser lo que
era.
—El primer síntoma de que estamos matando nuestros sueños es la falta
de tiempo —continuó Petrus—. Las personas más ocupadas que conocí en
mi vida siempre tenían tiempo para todo. Las que no hacían nada siempre
estaban cansadas, no hacían ni el poco trabajo que debían realizar, y se
quejaban constantemente de que el día era demasiado corto. En realidad,
tenían miedo de librar el Buen Combate.
»El segundo síntoma de la muerte de nuestros sueños son nuestras
certezas. Porque no queremos ver la vida como una gran aventura para ser
vivida, comenzamos a creernos sabios, justos y correctos en lo poco que le
pedimos a la existencia. Miramos más allá de las murallas de nuestra
cotidianidad y oímos el ruido de las lanzas que se quiebran, el olor del
sudor y de la pólvora, las grandes caídas y las miradas sedientas de
conquista de los guerreros, pero nunca sentimos la alegría, la inmensa
alegría presente en el corazón de quien está luchando, porque para ellos no
importan ni la victoria ni la derrota, sólo librar el Buen Combate.
—Finalmente, el tercer síntoma de la muerte de nuestros sueños es la
paz. La vida se convierte en una tarde de domingo y ya no nos pide grandes
cosas, ni exige más de lo que queremos dar. Entonces creemos que somos
maduros, dejamos de lado las fantasías de la infancia y alcanzamos nuestra
realización personal y profesional. Nos sorprende cuando alguien de nuestra
edad dice que aún quiere esto o aquello de la vida. Pero en realidad, en lo
más íntimo de nuestro corazón, sabemos que lo que sucede es que
renunciamos a luchar por nuestros sueños, a librar el Buen Combate.
La torre de la iglesia no cesaba de transformarse y en su lugar parecía
surgir un ángel con las alas abiertas. Por más que parpadeara, la figura
seguía allí. Tuve ganas de decírselo a Petrus, pero sentí que aún no había
acabado.