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Si me perdiera, terminaría durmiendo una noche más a la intemperie, y
aquel día, con amenaza de lluvia, la experiencia parecía bastante
desagradable. Una cosa es dejar que las gotas te caigan en el rostro, gozar a
plenitud de la libertad y la vida, pero terminar por la noche en un lugar
acogedor —con un vaso de vino y una cama donde descansar lo necesario
para la caminata del día siguiente—, y otra, dejar que las gotas de agua se
transformen en una noche insomne, intentando dormir en el barro, con los
vendajes mojados sirviendo de terreno fértil a la infección en la rodilla.
Tenía que bajar rápido. Debía seguir adelante y atravesar la neblina —
pues aún había bastante luz para ello— o volver a dormir en el pequeño
poblado por el cual había pasado algunas horas antes, dejando la travesía
por el Pedrafita de O Cebreiro para el día siguiente.
En el momento en que sentí la necesidad de tomar una decisión de
inmediato, noté también que algo extraño estaba sucediendo conmigo. La
certeza de que había descubierto el secreto de mi espada me empujaba hacia
delante, a la neblina que en breve me rodearía. Era un sentimiento muy
distinto del que me hizo seguir a la niña hasta el Portal del Perdón, o al
hombre que me llevó a la iglesia de San José Obrero.
Recordé que, las pocas veces que acepté dar un curso de magia en
Brasil, acostumbraba comparar la experiencia mística con otra experiencia
que todos hemos tenido: andar en bicicleta. Usted comienza subiendo a la
bicicleta, empujando el pedal y cayendo. Monta y cae, monta y cae, y
aprende a lograr el equilibrio poco a poco. Sin embargo, de repente sucede
que el equilibrio es perfecto y logra dominar por completo el vehículo.
No existe una experiencia acumulativa, sino una especie de «milagro»
que sólo se manifiesta en el momento en que la bicicleta comienza a «andar
con usted»; o sea, cuando acepta seguir la falta de equilibrio de ambas
ruedas y, a medida que lo sigue, pasa a utilizar el impulso inicial de caída y
lo transforma en una curva o en más impulso para el pedal.
En ese momento, subiendo el Pedrafita de O Cebreiro, a las cuatro de la
tarde, noté que el mismo milagro había sucedido. Después de tanto tiempo
andando por el Camino de Santiago, éste empezaba a «andarme». Yo seguía
eso que todos llaman «intuición» y debido al Amor que Devora