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1. El peregrino de Compostela

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—Detesta las bandas de música —dijo—. Pero aun a dos kilómetros de

distancia debe de estar escuchando: los Pirineos son una excelente caja de

resonancia.

Y sin mayores comentarios, bajó las escaleras y se fue a la cocina a

atormentar un poquito más al muchacho de ojos tristes. Al salir pregunté

qué debía hacer con el auto y dijo que le dejara las llaves, luego vendría

alguien por él. Me dirigí a la cajuela de éste y tomé la mochila azul, un saco

de dormir venía amarrado a ella; guardé en el rincón más protegido la

imagen de Nuestra Señora Aparecida con las conchas; me la coloqué en la

espalda y fui a darle las llaves a madame Lawrence.

—Sal de la ciudad siguiendo esta calle hasta aquella puerta, allá, al final

de las murallas —me dijo—, y cuando llegues a Santiago de Compostela

reza un avemaría por mí. Yo ya recorrí tantas veces este camino que ya no

puedo hacerlo debido a mi edad; ahora me contento con leer en los ojos de

los peregrinos la emoción que todavía siento. Cuéntale esto a Santiago, y

cuéntale también que en cualquier momento me encontraré con él, por otro

camino, más directo y menos cansado.

Salí de la ciudad trasponiendo las murallas por la Porte D’Espagne. En

el pasado ésta había sido la ruta preferida de los invasores romanos y por

aquí también pasaron los ejércitos de Carlomagno y Napoleón. Seguí en

silencio, oyendo a lo lejos la banda de música y, súbitamente, en las ruinas

de un poblado próximo a Saint-Jean, fui embargado por una inmensa

emoción y mis ojos se llenaron de lágrimas: allí, en esas ruinas, me di

cuenta por primera vez de que mis pies estaban pisando el Extraño Camino

de Santiago.

Rodeando el valle, los Pirineos, coloridos por la música de la bandita y

por el sol de esa mañana, me daban la sensación de algo primitivo, de algo

ya olvidado por el género humano, pero que de ninguna manera podía saber

qué era. Mientras tanto, era una sensación extraña y fuerte; resolví apretar

el paso y llegar a la brevedad posible al sitio donde dijo madame Lawrence

que me esperaba el guía. Sin parar de caminar, me quité la camiseta y la

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