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Fue como si una piedra hubiese golpeado mi pecho. Me arrojó al suelo
y comenzó a atacarme. Acudió un vago recuerdo de que conocía mi Muerte
y de que no iba a ser de esta manera, pero el miedo aumentaba dentro de mí
y no logré controlarlo. Comencé a luchar para proteger tan sólo mi rostro y
mi garganta. Un fuerte dolor en la pierna me hizo encoger por completo y
advertí que mi carne había sido rasgada en algún sitio. Quité mis manos de
la cabeza y del cuello y las llevé hacia la herida. El perro aprovechó y se
preparó para atacar mi rostro. En ese momento, una de las manos tocó una
piedra junto a mí, la cogí y comencé a golpear con toda desesperación al
perro.
Se alejó un poco, más sorprendido que herido, y logré levantarme. El
perro continuó retrocediendo, pero la piedra sucia de sangre me dio ánimos.
Estaba sobrevalorando la fuerza de mi enemigo y eso era una trampa. No
podía tener más fuerza que yo. Podía ser más ágil, pero no más fuerte,
porque yo era más pesado y más alto que él. El miedo ya no era tan grande,
pero yo había perdido el control y, con la piedra en la mano, comencé a
gritar. El animal retrocedió un poco más y de repente se detuvo.
Parecía estar leyendo mis pensamientos. En mi desesperación, me
estaba sintiendo fuerte y ridículo por estar luchando con un perro.
De pronto me invadió una sensación de poder y un viento caliente
empezó a soplar en aquella ciudad desierta. Comencé a sentir un fastidio
enorme de continuar aquella lucha —al final de cuentas, bastaba acertar con
la piedra en medio de su cabeza y habría vencido—. Quise acabar con esa
historia de inmediato, revisar la herida en mi pierna y terminar de una vez
con esa absurda experiencia de espadas y extraños caminos de Santiago.
Era una trampa más. El perro saltó de nuevo y me tiró al suelo. Esta vez
consiguió esquivar la piedra con habilidad, mordiendo mi mano y haciendo
que la soltara. Comencé a darle puñetazos a mano limpia, pero no le
causaba ningún daño considerable. Todo lo que conseguí fue evitar que me
siguiera mordiendo.