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1. El peregrino de Compostela

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mareo sólo de pensar que pude haber renunciado a mi espada por miedo a

una piedra lisa, cuando en realidad era un tipo de roca que ya había

escalado decenas de veces. Parecía estar oyendo la voz de Petrus

diciéndome: «¿Ves? Después de resuelto, un problema es de una sencillez

aterradora».

Comencé a subir con el rostro pegado a la roca húmeda. En diez

minutos ya había recorrido casi todo el camino. Faltaba sólo una cosa: el

final, el lugar donde el agua pasaba antes de precipitarse al vacío. La

victoria conquistada en esa subida no serviría de nada si no consiguiera

vencer el pequeño trecho que me separaba del aire libre. Allí estaba el

peligro, y era un peligro que no había visto bien cómo había sorteado

Petrus. Volví a rezarle a la virgen del Camino, una virgen de la cual nunca

antes había oído hablar y que, no obstante, en aquel momento era

depositaria de toda mi fe, de toda mi esperanza en la victoria.

Con todo cuidado, comencé a acercar mis cabellos, después la cabeza,

al torrente de agua que rugía sobre mí.

El agua me envolvió por completo y enturbió mi visión. Sentí su

impacto y me agarré firmemente a la roca, incliné la cabeza, de manera que

pudiese formar una bolsa de aire donde respirar. Confiaba totalmente en mis

manos y en mis pies. Las manos ya habían sostenido una vieja espada y los

pies habían recorrido el Extraño Camino de Santiago. Eran mis amigos y

me estaban ayudando. Aun así, el estruendo del agua en mis oídos era

ensordecedor y comencé a tener dificultades para respirar.

Decidí atravesar la corriente con la cabeza y durante algunos segundos

vi todo negro en derredor. Luchaba con todas mis fuerzas por mantener los

pies y las manos agarrados a las salientes, pero el ruido del agua parecía

transportarme a otro lugar, un sitio misterioso y distante, donde nada de

aquello tenía la menor importancia, donde podría llegar si me entregase a

aquella fuerza. Ya no habría necesidad del esfuerzo sobrehumano que mis

pies y manos estaban realizando para mantenerse pegados a la roca: todo

sería descanso y paz.

Sin embargo, pies y manos no obedecieron el impulso de entregarme.

Habían resistido una tentación mortal y mi cabeza comenzaba a emerger

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