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mareo sólo de pensar que pude haber renunciado a mi espada por miedo a
una piedra lisa, cuando en realidad era un tipo de roca que ya había
escalado decenas de veces. Parecía estar oyendo la voz de Petrus
diciéndome: «¿Ves? Después de resuelto, un problema es de una sencillez
aterradora».
Comencé a subir con el rostro pegado a la roca húmeda. En diez
minutos ya había recorrido casi todo el camino. Faltaba sólo una cosa: el
final, el lugar donde el agua pasaba antes de precipitarse al vacío. La
victoria conquistada en esa subida no serviría de nada si no consiguiera
vencer el pequeño trecho que me separaba del aire libre. Allí estaba el
peligro, y era un peligro que no había visto bien cómo había sorteado
Petrus. Volví a rezarle a la virgen del Camino, una virgen de la cual nunca
antes había oído hablar y que, no obstante, en aquel momento era
depositaria de toda mi fe, de toda mi esperanza en la victoria.
Con todo cuidado, comencé a acercar mis cabellos, después la cabeza,
al torrente de agua que rugía sobre mí.
El agua me envolvió por completo y enturbió mi visión. Sentí su
impacto y me agarré firmemente a la roca, incliné la cabeza, de manera que
pudiese formar una bolsa de aire donde respirar. Confiaba totalmente en mis
manos y en mis pies. Las manos ya habían sostenido una vieja espada y los
pies habían recorrido el Extraño Camino de Santiago. Eran mis amigos y
me estaban ayudando. Aun así, el estruendo del agua en mis oídos era
ensordecedor y comencé a tener dificultades para respirar.
Decidí atravesar la corriente con la cabeza y durante algunos segundos
vi todo negro en derredor. Luchaba con todas mis fuerzas por mantener los
pies y las manos agarrados a las salientes, pero el ruido del agua parecía
transportarme a otro lugar, un sitio misterioso y distante, donde nada de
aquello tenía la menor importancia, donde podría llegar si me entregase a
aquella fuerza. Ya no habría necesidad del esfuerzo sobrehumano que mis
pies y manos estaban realizando para mantenerse pegados a la roca: todo
sería descanso y paz.
Sin embargo, pies y manos no obedecieron el impulso de entregarme.
Habían resistido una tentación mortal y mi cabeza comenzaba a emerger