Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
—Señor, usted no necesita esta pelota —dijo el muchacho, casi al borde
de las lágrimas—. Usted es fuerte, viajado y conoce el mundo. Yo sólo
conozco las márgenes de este río y mi único juguete es esta pelota.
¡Devuélvamela, por favor!
Las palabras del muchacho calaron hondo en mi corazón, pero el
ambiente extrañamente familiar, la sensación de que ya había leído o vivido
aquella situación hizo que resistiera una vez más.
—No, necesito esta pelota. Te daré dinero para que te compres otra, más
bonita; pero ésta es mía.
Cuando acabé de decir esto, el tiempo pareció detenerse. El paisaje en
torno mío se transformó, sin que Petrus estuviera presionando con el dedo
la base de mi nuca. Por un fracción de segundo, me pareció que habíamos
sido transportados a un largo y terrorífico desierto ceniciento. Allí no
estaban ni Petrus ni el otro muchachito, sólo yo y el niño frente a mí. Era
mayor, tenía facciones simpáticas y amigables, pero en sus ojos brillaba
algo que me daba miedo.
La visión no duró más de un segundo, al instante estaba de vuelta en
Puente la Reina, donde los diversos caminos de Santiago, procedentes de
varios puntos de Europa, se transformaban en uno solo. Frente a mí, un niño
pedía una pelota y tenía la mirada dulce y triste.
Petrus se acercó, tomó la pelota de mis manos y la devolvió al
muchacho.
—¿Dónde está el relicario escondido? —pregunté al niño.
—¿Cuál relicario? —respondió; tomó de la mano a su amigo, corrió
alejándose de nosotros y se tiró al agua.
Subimos de nuevo el barranco y finalmente cruzamos el puente.
Empecé a hacer preguntas sobre lo sucedido, hablé de la visión del desierto,
pero Petrus cambió el tema y dijo que conversaríamos sobre esto cuando
estuviéramos un poco lejos de allí.
Media hora más tarde llegamos a un tramo del camino que aún
conservaba vestigios del empedrado romano. Allí había otro puente, en
ruinas, y nos sentamos para tomar el desayuno que nos dieron los monjes:
pan de centeno, yogur y queso de cabra.