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1. El peregrino de Compostela

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—Quizá quieras saber qué sucedió —dijo.

En realidad no tenía la menor importancia. Estaba feliz con aquel amor

inmenso que me había invadido. El perro, la mujer, el dueño del bar, todo

eso era un recuerdo distante que parecía no guardar ninguna relación con lo

que estaba sintiendo ahora. Le dije a Petrus que me gustaría caminar un

poco porque me sentía bien.

Me puse de pie y retomamos el Camino de Santiago. Durante el resto de

la tarde no hablé casi nada, sumergido en aquel sentimiento agradable que

parecía ocuparlo todo. De vez en cuando pensaba que Petrus había colocado

alguna droga en el té, pero esto no tenía la menor importancia. Lo

importante era ver los montes, los riachuelos, las flores en la carretera, los

trazos gloriosos del rostro de mi ángel.

Llegamos a un hotel a las ocho de la noche y yo continuaba —aunque

en menor intensidad— en aquel estado de beatitud. El dueño me pidió el

pasaporte para el registro y se lo entregué.

—¿Usted es de Brasil? Yo ya estuve allí. Me hospedé en un hotel en la

playa de Ipanema.

Aquella frase absurda me devolvió a la realidad. En plena Ruta Jacobea,

en una aldea construida hacía ya muchos siglos, había un hotelero que

conocía la playa de Ipanema.

—Estoy listo para conversar —dije a Petrus—. Necesito saber todo lo

que pasó hoy.

La sensación de beatitud había pasado. En su lugar surgía de nuevo la

Razón, con sus temores a lo desconocido, con la urgente y absoluta

necesidad de poner de nuevo los pies en la tierra.

—Después de cenar —respondió.

Petrus pidió al dueño del hotel que encendiera el televisor, pero que lo

dejara sin sonido. Dijo que era la mejor manera de que yo escuchara todo

sin hacer muchas preguntas, porque una parte de mí estaría mirando lo que

aparecía en la pantalla. Preguntó hasta dónde me acordaba de lo ocurrido, le

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