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Aproximadamente a las 8:45 de la noche, cuando nos disponíamos a
conversar sobre nuestras vidas, sonó un gong. El sonido provenía de la
antigua capilla del castillo y allá nos dirigimos todos.
Fue una escena impresionante. La capilla —o lo que quedaba de ella,
pues la mayor parte eran sólo ruinas— estaba totalmente iluminada por
antorchas. En el sitio donde algún día había estado el altar, se perfilaban
siete siluetas vestidas con los trajes seculares de los Templarios: capucha y
casco de acero, una cota de malla de hierro, la espada y el escudo. Se me
cortó el aliento: parecía que el tiempo hubiese dado un salto hacia atrás. Lo
único que mantenía el sentido de la realidad eran nuestros vestuarios: jeans
y camisetas con veneras cosidas.
Aun con la débil iluminación de las antorchas, pude percibir que uno de
los caballeros era Petrus.
—Acérquense a sus maestres —dijo quien parecía ser el mayor—.
Miren sólo en sus ojos. Quítense la ropa y reciban las vestiduras.
Me encaminé hacia Petrus y miré al fondo de sus ojos. Él estaba en una
especie de trance y pareció no reconocerme, pero en sus ojos percibí una
cierta tristeza, la misma que denotara su voz la noche anterior.
Me quité toda la ropa y Petrus me entregó una especie de túnica negra,
perfumada, que se deslizó por mi cuerpo. Deduje que uno de esos maestres
debía de tener más de un discípulo, pero no pude ver cuál era porque tenía
que mantener los ojos fijos en los de Petrus.
El sumo sacerdote nos encaminó al centro de la capilla y dos caballeros
comenzaron a trazar un círculo en torno nuestro, al tiempo que lo
consagraban:
—Trinitas, Sother, Messias, Emmanuel, Sabahot, Adonay, Athanatos,
Jesu… [14]
Y el círculo fue siendo trazado, protección indispensable a los que
estaban dentro de él. Noté que cuatro de estas personas tenían la túnica
blanca, lo que significa voto total de castidad.
—¡Amides, Theodonias, Anitor! —dijo el Sumo Sacerdote—. ¡Por los
méritos de los ángeles, Señor, coloco la vestimenta de la salvación y que