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Habíamos acabado de cruzar el pueblo. Sentí ganas de volver a mirar de
nuevo «El Paso Honroso», el puente donde se había escenificado toda
aquella historia, pero Petrus me pidió que siguiéramos adelante.
—Y ¿qué sucedió con don Quiñones? —pregunté.
—Fue hasta Santiago de Compostela y depositó en su relicario una
gargantilla de oro que hasta hoy adorna el busto de Santiago Menon.
—Me refiero a si terminó casándose con la doncella.
—¡Ah! Pues eso no lo sé —respondió Petrus—. En esa época, la
historia era escrita sólo por los hombres. ¿Y, entre tantas escenas de luchas,
a quién le iba a interesar el final de una historia de amor?
Después de contarme la historia de don Suero Quiñones, mi guía volvió
a su mutismo habitual, y caminamos dos días más en silencio, casi sin
detenemos a descansar. Sin embargo, al tercer día, Petrus comenzó a andar
más despacio de lo normal. Dijo que estaba un poco cansado por todo el
esfuerzo de toda esa semana y que ya no tenía la edad ni la disposición para
seguir a ese ritmo. Una vez más tuve la certeza de que no estaba diciendo la
verdad: su rostro, en vez de cansancio, mostraba una preocupación intensa,
como si algo muy importante estuviese por ocurrir.
Esa tarde llegamos a Foncebadón, un poblado inmenso, pero
completamente en ruinas. Las casas, construidas con piedra, tenían los
tejados de pizarra destruidos por el tiempo y por la pudrición de las vigas de
madera. Uno de los lados del poblado daba a un precipicio, y frente a
nosotros, detrás de un monte, estaba una de las más importantes señales del
Camino de Santiago: la Cruz de Hierro. Esta vez era yo quien estaba
impaciente y queriendo llegar pronto a aquel extraño monumento,
compuesto por un mismo tronco de casi diez metros de altura, rematado por
una cruz de hierro.
La cruz había sido dejada allí desde la época de la invasión de César, en
homenaje a Mercurio. Siguiendo la tradición pagana, los peregrinos de la
Ruta Jacobea acostumbraban depositar a sus pies una piedra traída de lejos.