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1. El peregrino de Compostela

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Miré al suelo, la tierra amarilla y seca. Nuevamente las piedras serían

mi única salida. Ya no podía trabajar con la mano derecha, porque estaba

demasiado adolorida y tenía aquello pastoso dentro que me causaba una

inmensa aflicción. Quité lentamente la camisa que envolvía los vendajes: el

rojo de la sangre había manchado la gasa, después de estar casi cicatrizada

la herida. Petrus era inhumano.

Busqué otro tipo de piedra, más pesada y resistente. Tras enrollar la

camisa en la mano izquierda, comencé a golpear el suelo y a cavar frente a

mí, al pie de la cruz. El progreso alcanzado en un principio cedió luego ante

un suelo duro y reseco. Pese a que continuaba cavando, el agujero parecía

tener siempre la misma profundidad. Decidí no hacer muy ancho el hoyo

para que la cruz pudiese encajar sin quedar suelta en la base, lo que

aumentaba mi dificultad para sacar la tierra del fondo.

La mano derecha había dejado de dolerme, pero la sangre coagulada me

provocaba náuseas y preocupación. Como no tenía práctica trabajando con

la mano izquierda, a cada rato la piedra se me escapaba de los dedos.

Cavé durante un tiempo interminable. Cada vez que la piedra golpeaba

el suelo y mi mano entraba en el agujero a sacar la tierra, pensaba en Petrus.

Miraba su sueño tranquilo y lo odiaba desde el fondo de mi corazón. Ni el

ruido ni el odio parecían perturbarlo. «Petrus debe tener sus motivos»,

pensaba, pero no podía entender aquella servidumbre ni la manera como

había sido humillado. Entonces el suelo se transformaba en su rostro,

golpeaba con la piedra y la rabia me ayudaba a cavar más hondo. Ahora era

apenas una cuestión de tiempo: tarde o temprano terminaría por lograrlo.

Cuando acabé de pensar esto, la piedra se topó con algo sólido y se me

zafó un vez más. Era exactamente lo que me temía; después de tanto tiempo

de trabajo había encontrado otra piedra, demasiado grande para que pudiese

proseguir.

Me levanté, enjugué el sudor del rostro y comencé a pensar. No tenía

fuerzas suficientes para transportar la cruz a otro lugar. No podía comenzar

todo de nuevo porque la mano izquierda —ahora que me había detenido—

comenzaba a dar señales de insensibilidad. Aquello era peor que el dolor y

me dejó preocupado. Miré los dedos y vi que continuaban teniendo

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