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preocupaciones anteriores: la soledad, la vergüenza de haber decepcionado
a Petrus, mi espada y su secreto.
Al poco rato, la imagen de la niña y de Ángel comenzaron a volver a
cada instante a mi pensamiento. Mientras yo tenía la mirada fija en mi
recompensa, ellos me habían dado lo mejor de sí: su amor por esa ciudad,
sin pedir nada a cambio. Una idea aún medio confusa empezó a tomar
forma en las profundidades de mi ser. Era una especie de lazo de unión
entre todo aquello. Petrus siempre había insistido en que la búsqueda de la
recompensa era absolutamente necesaria para que la Victoria llegase. No
obstante, siempre que me olvidaba del resto del mundo y me preocupaba
sólo de mi espada, él me hacía volver a la realidad mediante procesos
dolorosos.
Ese procedimiento se había repetido varias veces durante el Camino.
Era algo a propósito y allí debía de estar el secreto de mi espada. Lo que
estaba sumergido en el fondo de mi alma comenzó a sacudirse y a mostrar
un poco de luz. Aún no sabía lo que estaba pensando, pero algo me decía
que estaba tras la pista correcta.
Agradecí que Ángel y la niña se hubiesen cruzado en mi camino; el
Amor que Devora estaba presente en la forma como hablaban de las
iglesias.
Me hicieron recorrer dos veces el camino que había determinado hacer
aquella tarde y, debido a esto, había vuelto a olvidar la fascinación por el
Ritual de la Tradición y volví a tierras de España.
Recordé un día ya muy distante, cuando Petrus me contó que habíamos
caminado varias veces la misma ruta de los Pirineos. Sentí nostalgia de
aquel día. Había sido un buen comienzo; quién sabe si la repetición del
mismo hecho, ahora, era presagio de un buen final.
Aquella noche llegué a un poblado y pedí posada en casa de una anciana
que me cobró una cantidad mínima por la cama y la alimentación.
Conversamos un poco, me habló de su fe en el Sagrado Corazón de Jesús, y
de sus preocupaciones por la cosecha de aceitunas en aquel año de sequía.
Tomé el vino, la sopa y me fui a dormir temprano.