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—Esta tierra es igual que la de las aldeas de los alrededores —dijo el
padre—. Cuando ellos sufren por la sequía, nosotros también sufrimos.
Cuando allá llueve y hay buena cosecha, nosotros también llenamos
nuestros graneros. Nada nos sucede que no haya sucedido también a las
aldeas vecinas. Esta historia no es más que una gran fantasía.
—No sucedió nada porque nosotros aislamos la Maldición —dijo el
dueño del bar.
—Pues entonces, vamos a ella —respondió Petrus. El padre se rió y dijo
que así se hablaba. El dueño del bar hizo la señal de la cruz, pero ninguno
de los dos se movió.
Petrus pagó la cuenta e insistió en que alguien nos llevara con aquella
persona que recibió la Maldición. El padre se disculpó diciendo que debía
volver a la iglesia, pues había interrumpido un trabajo importante, y salió
antes de que alguien nos pudiera decir cualquier cosa.
El dueño del bar miró con miedo a Petrus.
—No se preocupe —dijo mi guía—. Basta con que nos muestre la casa
donde él vive y trataremos de liberar al pueblo de la maldición.
El dueño del bar salió con nosotros a la calle polvorienta y relumbrante
bajo el candente sol de la tarde. Caminamos juntos hasta la salida del
poblado y nos señaló una casa apartada, a la orilla del Camino.
—Siempre mandamos comida, ropa, todo lo necesario —se disculpó—.
Ni siquiera el padre va allá.
Nos despedimos y caminamos hacia la casa. El viejo se quedó
esperando, tal vez creyó que pasaríamos de largo, pero Petrus se dirigió a la
puerta y tocó. Cuando miré hacia atrás, el dueño del bar había desaparecido.
Abrió la puerta una mujer de aproximadamente sesenta años. Junto a
ella un enorme perro negro movía la cola, parecía contento con la visita. La
mujer preguntó qué queríamos; dijo que estaba ocupada lavando ropa y que
había dejado algunas ollas en el fuego. No pareció sorprenderse con nuestra
visita. Deduje que muchos peregrinos, que no sabían de la maldición,
debieron de haber tocado esa puerta en busca de abrigo.
—Somos peregrinos camino a Compostela y necesitamos un poco de
agua caliente —dijo Petrus—. Sé que usted no nos la negará.