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1. El peregrino de Compostela

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ojos castaños y tristes. Esperé algún tiempo a que terminara la discusión,

que efectivamente terminó: el pobre muchacho fue enviado a la cocina en

medio de un alud de insultos de parte de la vieja. Sólo entonces ella me

miró y, sin siquiera preguntarme qué quería, me condujo —entre gestos

delicados y empujones— al segundo piso de la casita. Allí sólo había un

estudio pequeño, lleno de libros, objetos, estatuas de Santiago y recuerdos

del Camino. Sacó un libro del estante, se sentó detrás de la única mesa del

lugar y me dejó de pie.

—Debes de ser otro de los peregrinos a Santiago —dijo sin rodeos—.

Debo anotar tu nombre en la libreta de los que emprenden el camino.

Dije mi nombre y quiso saber si había traído las «veneras». Veneras era

el nombre dado a las grandes conchas llevadas como símbolo de la

peregrinación hasta la tumba del apóstol, y servían para que los peregrinos

se identificasen entre sí. [3] Antes de viajar a España había ido a un lugar de

peregrinación en Brasil, Aparecida do Norte; allí había comprado una

imagen de Nuestra Señora Aparecida montada sobre tres veneras. La saqué

de la mochila y se la di a madame Lawrence.

—Bonito, pero poco práctico —dijo, devolviéndome las veneras—.

Pueden romperse durante el camino.

—No se romperán. Voy a dejarlas sobre la tumba del apóstol.

Madame Lawrence parecía no tener mucho tiempo para atenderme. Me

dio un pequeño carnet que me facilitaría el hospedaje en los monasterios del

Camino; colocó un sello de Saint-Jean-Pied-de-Port para indicar dónde

había iniciado el recorrido, y dijo que podía irme con la bendición de Dios.

—Pero ¿dónde está mi guía? —pregunté.

—¿Cuál guía? —respondió, un poco sorprendida, pero también con un

brillo distinto en los ojos.

Me di cuenta de que me había olvidado de algo muy importante. En mi

afán de llegar y ser atendido pronto, no había pronunciado la Palabra

Antigua, una especie de contraseña que identifica a quienes pertenecen o

pertenecieron a las órdenes de la Tradición. De inmediato corregí mi error y

le dije la Palabra. Madame Lawrence, en un gesto rápido, arrancó de mis

manos el carnet que me había entregado minutos antes.

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