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ojos castaños y tristes. Esperé algún tiempo a que terminara la discusión,
que efectivamente terminó: el pobre muchacho fue enviado a la cocina en
medio de un alud de insultos de parte de la vieja. Sólo entonces ella me
miró y, sin siquiera preguntarme qué quería, me condujo —entre gestos
delicados y empujones— al segundo piso de la casita. Allí sólo había un
estudio pequeño, lleno de libros, objetos, estatuas de Santiago y recuerdos
del Camino. Sacó un libro del estante, se sentó detrás de la única mesa del
lugar y me dejó de pie.
—Debes de ser otro de los peregrinos a Santiago —dijo sin rodeos—.
Debo anotar tu nombre en la libreta de los que emprenden el camino.
Dije mi nombre y quiso saber si había traído las «veneras». Veneras era
el nombre dado a las grandes conchas llevadas como símbolo de la
peregrinación hasta la tumba del apóstol, y servían para que los peregrinos
se identificasen entre sí. [3] Antes de viajar a España había ido a un lugar de
peregrinación en Brasil, Aparecida do Norte; allí había comprado una
imagen de Nuestra Señora Aparecida montada sobre tres veneras. La saqué
de la mochila y se la di a madame Lawrence.
—Bonito, pero poco práctico —dijo, devolviéndome las veneras—.
Pueden romperse durante el camino.
—No se romperán. Voy a dejarlas sobre la tumba del apóstol.
Madame Lawrence parecía no tener mucho tiempo para atenderme. Me
dio un pequeño carnet que me facilitaría el hospedaje en los monasterios del
Camino; colocó un sello de Saint-Jean-Pied-de-Port para indicar dónde
había iniciado el recorrido, y dijo que podía irme con la bendición de Dios.
—Pero ¿dónde está mi guía? —pregunté.
—¿Cuál guía? —respondió, un poco sorprendida, pero también con un
brillo distinto en los ojos.
Me di cuenta de que me había olvidado de algo muy importante. En mi
afán de llegar y ser atendido pronto, no había pronunciado la Palabra
Antigua, una especie de contraseña que identifica a quienes pertenecen o
pertenecieron a las órdenes de la Tradición. De inmediato corregí mi error y
le dije la Palabra. Madame Lawrence, en un gesto rápido, arrancó de mis
manos el carnet que me había entregado minutos antes.