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Mis ojos recorrieron el templo vacío, casi sin imágenes, en busca de lo
único que me interesaba.
—Allí están los capiteles en concha, símbolo del Camino —comenzó la
niña, cumpliendo su papel de guía turístico—. Ésta es Santa Águeda, del
siglo…
En poco tiempo me di cuenta que había sido inútil volver sobre todo ese
trecho.
—… Y éste es Santiago Matamoros, blandiendo su espada y con los
moros debajo de su caballo, estatua del siglo…
Allí estaba la espada de Santiago, pero no la mía. Di algunas pesetas a
la niña y no las aceptó. Medio ofendida, pidió que saliera pronto y dio por
terminadas las explicaciones sobre la iglesia.
Bajé nuevamente la montaña y volví a caminar con dirección a
Compostela. Mientras cruzaba por segunda vez Villafranca del Bierzo,
apareció otro hombre que dijo llamarse Ángel y me preguntó si quería
conocer la iglesia de San José Obrero. Pese a la magia de su nombre,
acababa de sufrir una decepción y ya estaba seguro de que Petrus era un
verdadero conocedor del espíritu humano. Siempre tendemos a fantasear
sobre lo que no existe y a no ver las grandes lecciones que están ante
nuestros ojos.
Pero sólo para confirmarlo una vez más, me dejé conducir por Ángel
hasta llegar a la otra iglesia. Estaba cerrada y no tenía la llave. Me mostró,
sobre la puerta, la estatua de San José con las herramientas de carpintero en
la mano. Miré, agradecí y le ofrecí algunas pesetas. No quiso aceptar y me
dejó en medio de la calle.
—Estamos orgullosos de nuestra ciudad —dijo—. No hacemos esto por
dinero.
Volví una vez más al mismo camino y en quince minutos había dejado
atrás Villafranca del Bierzo, con sus puertas, sus calles y sus guías
misteriosos que nada pedían a cambio.
Seguí durante algún tiempo por el terreno montañoso, donde el esfuerzo
era mucho y el progreso muy escaso. Al comienzo pensaba sólo en mis