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Cuando nos acercamos lo suficiente, Petrus gritó un nombre que no
entendí y se detuvo a escuchar si había respuesta. Pese a aguzar los oídos,
no escuchamos nada. Petrus volvió a llamar, pero nadie respondió.
—De todas formas vamos —dijo, y allá fuimos.
Eran sólo cuatro paredes encaladas; la puerta estaba abierta, mejor
dicho, no había puerta, sino un cancel de medio metro de altura, que se
sostenía precariamente en un gozne. Dentro había un fogón hecho de
piedras y algunas escudillas cuidadosamente apiladas en el suelo. Dos de
ellas estaban llenas de trigo y papas.
Nos sentamos en silencio. Petrus encendió un cigarro y dijo que
esperáramos un poco. Noté que las piernas me dolían de cansancio, pero
algo en esa ermita, en vez de calmarme me excitaba, y también me habría
amedrentado de no ser por la presencia de Petrus.
—Quien sea que viva aquí ¿dónde duerme? —pregunté rompiendo ese
silencio que empezaba a incomodarme.
—Allí donde estás sentado —dijo Petrus, apuntando al suelo desnudo.
Comenté que me cambiaría de lugar, pero me pidió que permaneciera
exactamente donde estaba. Debió haber bajado un poco la temperatura,
porque comencé a sentir frío.
Esperamos durante casi una hora. Petrus gritó dos veces más ese
nombre extraño y al final desistió. Cuando pensé que nos levantaríamos
para irnos, me dijo:
Aquí está presente una de las dos manifestaciones de Ágape —dijo
mientras apagaba su tercer cigarro—. No es la única, pero sí una de las más
puras. Ágape es el amor total, el Amor que Devora a quien lo experimenta.
Quien conoce y experimenta Ágape, se da cuenta de que en este mundo
nada es más importante que amar. Éste fue el amor que Jesús sintió por la
humanidad y fue tan grande que sacudió las estrellas y cambió el curso de
la historia del hombre. Su vida solitaria logró lo que reyes, ejércitos e
imperios no consiguieron.