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—Hermano, ¿demandáis la compañía de la Casa?
—Sí —respondió el australiano, y entendí qué ritual cristiano estábamos
presenciando: la Iniciación de un Templario.
—¿Conocéis los grandes rigores de la Casa y las órdenes caritativas que
en ella están?
—Estoy dispuesto a soportar todo, por Dios, y deseo ser siervo y
esclavo de la Casa, siempre, todos los días de mi vida —respondió el
australiano.
Luego vino una serie de preguntas rituales, algunas de las cuales
carecen de sentido en el mundo actual y otras de profunda devoción y amor.
Andrew, cabizbajo, a todo respondía.
—Distinguido hermano, gran cosa me pedís, pues de nuestra religión no
veis sino la apariencia externa: los hermosos caballos, la bella ropa —dijo
su guía—. Pero no sabéis los duros mandamientos que hay detrás y es duro
que vos, que sois señor de vos mismo, os hagáis siervo de otros, pues rara
vez haréis lo que queráis. Si quisiereis estar aquí, os mandarán al otro lado
del mar, y si quisiereis estar en Acre os mandarán a la tierra de Trípoli o de
Antioquía o de Armenia, y cuando quisiereis dormir, seriáis obligado a
velar, y si quisiereis quedaros en vela seréis mandado a descansar en
vuestro lecho.
—Quiero entrar en la Casa —respondió el australiano. Parecía que los
ancestrales Templarios, que algún día habitaron ese castillo, asistían
satisfechos a ceremonias de iniciación. Las antorchas crepitaban
intensamente.
Siguieron varias amonestaciones y a todas el australiano contestó que
aceptaba, que quería entrar en la Casa. Finalmente su guía se volvió hacia el
Sumo Sacerdote y repitió todas las respuestas que el australiano había dado.
El Sumo Sacerdote, con solemnidad, preguntó una vez más si estaba
dispuesto a aceptar todas las normas que la Casa exigiese:
—Sí, Maestre, si Dios quiere. Vengo ante Dios, ante vos y ante los
frailes y os imploro y solicito, por Dios y Nuestra Señora, que me acojáis en
vuestra compañía y a los favores de la Casa, espiritual y temporalmente,