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Mientras tanto, Petrus no dejaba de hablar sobre el muchacho. Terminó
convenciéndose de que había actuado correctamente; para ello se sirvió, una
vez más, de un argumento cristiano.
—Cristo perdonó a la mujer adúltera, pero maldijo a la higuera que no
quiso darle su fruto. Yo tampoco estoy aquí para hacer siempre el papel de
víctima.
Listo, en su mente, el asunto estaba resuelto. Una vez más la Biblia lo
había salvado.
Llegamos a Estella casi a las nueve de la noche. Tomé un baño y
bajamos a cenar. El autor de la primera guía de la Ruta Jacobea, Ayméric
Picaud, describió Estella como «un lugar fértil y con buen pan, excelente
vino, carne y pescado. Su río Ega tiene agua dulce, sana y muy buena». No
bebí agua del río, pero en cuanto a la mesa, Picaud seguía teniendo razón,
aun después de ocho siglos. Sirvieron pierna de carnero guisada, corazones
de alcachofa y un vino riojano de excelente cosecha. Nos quedamos en la
mesa durante largo tiempo, conversando trivialidades y saboreando el vino.
Finalmente, Petrus anunció que era un buen momento para tener mi primer
contacto con el Mensajero.
Nos levantamos y comenzamos a andar por las calles de la ciudad.
Algunos callejones daban directamente al río —como en Venecia— y fue
en uno de esos callejones donde decidí sentarme. Petrus sabía que de allí en
adelante era yo quien conducía la ceremonia y se quedó un poco atrás.
Me quedé mirando el río durante mucho tiempo. Sus aguas y el rumor
de su torrente comenzaron a desconectarme del mundo y a inspirarme una
profunda calma. Cerré los ojos e imaginé la primera columna de fuego.
Hubo un momento de cierta dificultad, pero al final apareció.
Dije las palabras rituales y la otra columna surgió a mi izquierda. El
espacio entre ambas columnas, iluminado por el fuego, estaba
completamente vacío. Permanecí durante algún tiempo con los ojos fijos en
aquel espacio, tratando de no pensar, para que el Mensajero se manifestara.
Pero, en vez de esto comenzaron a aparecer imágenes exóticas —la entrada