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renaciendo, queriendo ser bañado por dentro y por fuera por aquel sol
inmenso que brillaba y me pedía crecer más, estirarme más, para abrazarlo
con todas mis ramas. Fui tensando cada vez más los brazos, los músculos de
todo el cuerpo comenzaron a dolerme y sentí que medía mil metros de
altura y que podía abrazar muchas montañas. El cuerpo fue expandiéndose,
expandiéndose hasta que el dolor muscular fue tan intenso que no aguanté
más y di un grito.
Abrí los ojos y Petrus estaba delante de mí, sonriendo y fumándose un
cigarro. La luz del día aún no había desaparecido, pero me sorprendió
darme cuenta de que no hacía el sol que había imaginado. Pregunté si
quería que le describiera las sensaciones y respondió que no.
—Esto es algo muy personal y debes guardarlas para ti mismo. ¿Cómo
podría yo juzgarlas? Son tuyas, no mías.
Petrus dijo que dormiríamos allí mismo. Hicimos una pequeña fogata,
tomamos lo que quedaba en su garrafa de vino y preparé unos emparedados
con un paté foie-gras que compré antes de llegar a Saint-Jean. Petrus fue
hasta el riachuelo que corría cerca de nosotros y trajo unos peces, que asó
en la fogata. Después nos acostamos en nuestros respectivos sacos de
dormir.
Entre las grandes sensaciones que experimenté en mi vida, no puedo
olvidar aquella primera noche en el Camino de Santiago. Hacía frío, a pesar
de ser verano, pero aún tenía en la boca el sabor del vino que Petrus había
traído.
Miré al cielo y la Vía Láctea se extendía sobre mí, mostrando el
inmenso camino que debíamos atravesar. En otro tiempo, esta inmensidad
me habría provocado una enorme angustia, un miedo terrible de no ser
capaz de recorrerla, de ser demasiado pequeño para lograrlo. Pero hoy era
una semilla y había nacido de nuevo. Había descubierto que, a pesar de la
comodidad de la tierra y del sueño que dormía, era mucho más bella la vida
«allá arriba». Yo podía nacer siempre, cuantas veces quisiera, hasta que mis
brazos fueran lo suficientemente grandes para poder abrazar la tierra de
donde provenía.