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1. El peregrino de Compostela

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Andábamos por tierras que los campesinos preparaban para la siembra.

Aquí y allá algunos labradores manejaban bombas de agua rudimentarias,

en la lucha secular contra el suelo árido. Por las orillas del Camino de

Santiago, piedras apiladas formaban muros que no acababan nunca, que se

cruzaban y se confundían entre los trazos del campo. Pensé en los muchos

siglos durante los que estas tierras habían sido trabajadas y aun así surgía

alguna piedra que sacar, piedra que rompía la lámina del arado, que dejaba

renco al caballo, que formaba callos en la mano del labrador. Una lucha que

comenzaba cada año y no acababa nunca.

Petrus estaba más serio que de costumbre y recordé que desde la

mañana no hablaba casi nada. Después de la conversación al pie del «rollo»

medieval, se había encerrado en un mutismo y no respondía a la mayor

parte de mis preguntas. Quería conocer mejor esa historia de los «muchos

demonios». Antes me había explicado que cada persona tiene sólo un

Mensajero, pero Petrus no estaba dispuesto a hablar del asunto y decidí

esperar una mejor oportunidad.

Subimos una pequeña elevación y, al llegar arriba, pude ver la torre

principal de la iglesia de Santo Domingo de La Calzada. La visión me

animó; comencé a soñar con el confort y la magia del Parador Nacional. Por

lo que había leído, el edificio había sido construido por el propio Santo

Domingo para hospedar a los peregrinos. Cierta noche, pernoctó allí San

Francisco de Asís en su camino hacia Compostela. Todo eso me llenaba de

emoción.

Debían ser casi las siete de la tarde cuando Petrus pidió que nos

detuviéramos. Me acordé de Roncesvalles, de la caminata lenta cuando

necesitaba tanto de un vaso de vino por el frío y temí que estuviese

preparando algo semejante.

—Un Mensajero jamás te ayudará a derrotar a otro. Ellos no son buenos

ni malos, como te dije antes, pero tienen un sentimiento de lealtad entre sí.

No confíes en Astrain para derrotar al perro.

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