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1. El peregrino de Compostela

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El Entusiasmo

«AUNQUE yo hable la lengua de los hombres y de los ángeles; aunque

tenga el don de profetizar y tenga fe al punto de mover montañas, si no

tengo amor nada seré».

Petrus citaba de nuevo a San Pablo. Para él, el apóstol era el gran

intérprete oculto del mensaje de Cristo. Estábamos pescando esa tarde

después de haber pasado la mañana entera caminando. Ningún pez había

mordido la carnada, pero mi guía no le daba la menor importancia. Según

él, el ejercicio de la pesca era más o menos un símbolo de la relación del

hombre con el mundo: sabemos lo que queremos y vamos a lograrlo si

insistimos, pero el tiempo para llegar al objetivo depende de la ayuda de

Dios.

—Siempre es bueno hacer alguna cosa lenta antes de tomar una decisión

importante en la vida —dijo—. Los monjes zen escuchan cómo crecen las

rocas. Yo prefiero pescar.

Pero a aquella hora, con el calor que estaba haciendo, ni los peces rojos

y perezosos —casi a flor del agua— hacían caso del anzuelo. Mantener el

sedal dentro o fuera del agua daba lo mismo. Resolví desistir y dar un paseo

por los alrededores. Llegué hasta un viejo cementerio abandonado, cerca

del río —con una puerta absolutamente desproporcionada para su tamaño

—, y volví junto a Petrus. Le pregunté sobre el cementerio.

—La puerta era de un antiguo hospital de peregrinos —dijo—, pero fue

abandonado y más tarde alguien tuvo la idea de aprovechar la fachada y

construir el cementerio.

—Que también está abandonado.

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