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Camine, durante veinte minutos, a la mitad de la velocidad a la
que normalmente acostumbra caminar. Ponga atención en todos los
detalles, personas y paisajes que están a su alrededor. La hora más
indicada para realizar este ejercicio es después del almuerzo.
Repita el ejercicio durante siete días.
—En las ciudades, en medio de nuestros quehaceres cotidianos, este
ejercicio debe ejecutarse en veinte minutos, pero como estamos cruzando el
Extraño Camino de Santiago, nos tardaremos una hora en llegar a la ciudad.
El frío —del que ya me había olvidado— volvió, y miré a Petrus con
desesperación, pero no prestó atención: cogió la mochila y comenzamos a
caminar aquellos doscientos metros con una lentitud desesperante.
Al principio sólo miraba la taberna, un edificio antiguo, de dos pisos,
con un letrero de madera colgado sobre la puerta. Estábamos tan cerca que
podía leer la fecha en que se construyó el edificio: 1652. Nos movíamos,
pero daba la impresión de que no habíamos salido del lugar. Petrus ponía un
pie delante del otro con la mayor lentitud y yo lo imitaba. Saqué el reloj de
la mochila y me lo puse en la muñeca.
—Así va a ser peor —dijo—, porque el tiempo no es algo que corra
siempre al mismo ritmo. Somos nosotros quienes determinamos el ritmo del
tiempo.
Comencé a mirar el reloj a cada rato y me pareció que tenía razón.
Mientras más miraba, más penosamente pasaban los minutos. Resolví
seguir su consejo y metí el reloj en la bolsa. Intenté fijar la atención en el
paisaje, en la planicie, en las piedras que pisaban mis zapatos, pero siempre
miraba hacia la taberna y me convencía de que no había salido del lugar.
Pensé contarme mentalmente algunas historias, pero aquel ejercicio me
estaba poniendo tan nervioso que no lograba concentrarme. Cuando ya no
resistí más y saqué de nuevo el reloj de la bolsa, habían pasado apenas once
minutos.