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Contribuciones a la Historia del Arte en Ecuador. Volumen I<br />
franciscanos, que vinieron con fray Jodoco. Ese templo se llama de Cantuña , dedicado a la Virgen<br />
de los Dolores y en el cual está instalada la tercera orden Franciscana de penitencia.<br />
Es curiosa la leyenda de su construcción, leyenda que por otra parte tiene ya una larga y sostenida<br />
tradición, que ha servido a nuestros historiadores Velasco y Cevallos y al de Colombia, Benedetti,<br />
consignarla en sus historias, como muy válida.<br />
Conocida es la historia de los últimos combates que en 1534 sostuvieron los conquistadores<br />
españoles para destruir el dominio indígena y apoderarse de Quito. Rumiñahui, indio aguerrido y<br />
de los mejores generales de Huaina-Cápac, se les encaró, aunque con mala suerte en Tiocajas y<br />
Riobamba, desde donde, derrotado, se vino a tenerlas en Quito, que lo incendió despiadadamente, al<br />
ver la imposibilidad en que se encontraba el ejército de su mando para poder resistir a Benalcázar.<br />
Pero antes de quemar la ciudad, escondió con indecible cautela los tesoros de Atahualpa y los más que<br />
logró reunir en el saqueo cruel de la capital del reino, a fin de que no cayeran en poder de sus enemigos.<br />
Cantuña era hijo de Hualca, uno de los tenientes de Rumiñahui y aunque de poca edad, cooperó<br />
con su padre, al incendio de Quito y ayudó a la ocultación de los tesoros. Pero Cantuña fue también de<br />
las víctimas de este flagelo que impuso Rumiñahuia a esta desgraciada ciudad; pues andando en esos<br />
ajetreos le calló una casa y salió de entre sus cenizas y escombros, tan horriblemente desfigurado,<br />
cojo y contrahecho que, según la gráfica expresión del padre Velasco, parecía un demonio. Su padre<br />
le dio por muerto y la abandonó para ir a esconderse con Rumiñahui en las montañas.<br />
Viéndose pobre y desvalido, sin padre ni madre que por él miraran, el pobre muchacho no tuvo más<br />
que dedicarse al servicio de los españoles que fundaron Quito. Bien pronto se dejó querer de ellos<br />
y un buen día le tocó la suerte de que lo tomara por criado suyo el capitán Hernán Suárez, hombre<br />
muy bueno que trató bien a Cantuña, le educó, enseñándole a leer, escribir y la doctrina cristiana,<br />
correspondiendo a estas pruebas de afecto el indio con tal tino que bien pronto el patrón se convirtió<br />
en verdadero padre de su criado.<br />
El capitán tenía, su casa en la esquina de la plaza de San Francisco, en los terrenos sobre que se<br />
levanta hoy la casa de la familia Barba Villacís. La mala suerte le obligó a sacarla a la venta para<br />
pagar sus deudas; lo que visto por Cantuña, hizo que éste prometiera sacarle de tanto aprieto y darle<br />
más de lo que necesitaba para saldar sus deudas, siempre que hiciera en la casa un gran subterráneo y<br />
le proporcionase todos los instrumentos necesarios para la fundición; pero, eso sí, con la condición de<br />
un silencio absoluto acerca del origen del oro que él le iba a dar y que no le verían los extraños sino<br />
fundido. Así lo hizo Suárez y cuando todo estaba dispuesto, Cantuña llevó una noche tantas alhajas<br />
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