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Contribuciones a la Historia del Arte en Ecuador. Volumen I<br />

de oro y plata. Es el Cristo realista de los imagineros españoles del Renacimiento, todo él policromado<br />

y talvez contemporáneo del Cristo de Montañés que se halla, en San Lorenzo, en Sevilla. Sentado en<br />

una silla gestatoria íntegramente chapeada con plata y que es una obra primorosa de orfebrería por<br />

la belleza del dibujo y lo bien ejecutado del trabajo, tenía ante en la ruano, una caña con seis hojas<br />

y remate de cristal con urea flor de plata. Su altar propio, como ya dijimos estaba en el presbiterio,<br />

al lado del Evangelio; en el cual se halla ahora el Señor de la Resurrección, cuya imagen está en el<br />

nicho de la parte superior del retablo. Decoran las paredes laterales del altar dos preciosos lienzos:<br />

el Buen Pastor y la Divina Pastora, obras genuinas de pintura quiteña, muy bien encuadradas en sus<br />

nichos fingidos, cuya parte superior adornan dos ángeles rampantes sobre volutas decorativas. A los<br />

flancos del nicho hay también otras dos telas que representan pasajes de la vida de Cristo y al pie otras<br />

dos pequeñas: la una que figura un corazón y la otra, la Virgen. Encima del depósito hay un crucifijo<br />

de marfil y, coronando el retablo, un nicho muy pequeño, de interior de espejos, y el del fondo con<br />

un monograma de María. El nicho lleva en su parte superior dos angelitos con los brazos extendidos.<br />

Fuera del nicho, una estatuita de San Felipe Benicio.<br />

Frente a este altar está el de San Francisco cuyo retablo llena casi completamente la gran obra del<br />

indio Caspicara: el bajo relieve que representa la impresión de las llagas en el cuerpo del Seráfico<br />

Patriarca San Francisco de Asís. Esté magnífico bajo relieve en madera y policromado, es una de las<br />

obras maestras del célebre escultor quiteño. Cinco figuras llenan el cuadro. En la esquina izquierda<br />

superior un pequeño Cristo crucificado, el clásico y muy conocido Cristo de esta escena, con su cruz<br />

alada y cuyas plumas las ha pintado nuestro artista con los colores blanco, rojo y azul. En la esquina<br />

derecha superior un ángel, que vuela en medio de un grupo de nubes, compañero sin duda, aunque<br />

se halle desnudo, de los dos que se encuentran en tierra, sosteniendo el cuerpo de San Francisco, que<br />

desfallece de dolor. Excusado es decir que son estas tres figuras las que ocupan toda la atención del<br />

espectador. El grupo es magnífico. San Francisco, perfecto de expresión, tiene su cara echada hacia<br />

atrás, en un movimiento tan natural y al mismo tiempo tan noble, que sólo ello bastaría para que la<br />

obra de Caspicara sea lo que es: una maravilla de arte. Pero a esto hay que añadir la perfección del<br />

rostro, de las dos manos y sobre todo del pie izquierdo (el único que asoma): partes todas de ese<br />

cuerpo, admirablemente resueltas y esculpidas, y, además, los pliegues del hábito del Santo, apenas<br />

superados por los del ropaje del ángel de la izquierda: pliegues de amplitud verdaderamente magistral.<br />

Es preciso conocer las dificultades del bajo relieve para valorizar en su justo precio esta obra del<br />

artista quiteño. Hay que celebrar que la policromía lo conserve intacta, esa policromía brillante con<br />

que enlucían y enlucen hasta ahora tocaos nuestros escultores en madera, sus estatuas. El Santo lleva<br />

cordón y rosario naturales. Diseminadas en el nicho encuéntranse algunas pinturas en tabla: la Virgen,<br />

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