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Contribuciones a la Historia del Arte en Ecuador. Volumen I<br />

floronadas, terminan en su parte inferior en un piñón colgante y forman en la superior la base de un<br />

pequeño pedestal sobre el que se ve una estatua de San Buenaventura en actitud de predicar. Este<br />

tornavoz se halla unido a la tribuna por medio de un pequeño retablo fijo a la pared, en el que se ha<br />

puesto un bajo relieve de San Diego, entre dos columnas, iguales a las seis de la copa del púlpito, que<br />

sostienen un frontón interrumpido por una pequeña repisa sobre la que se destaca el Espíritu Santo.<br />

Al púlpito se asciende por una escalera, cuyo pasamano es toda una maravilla de dibujo ornamental y<br />

de tallado. Este pasamano se apoya en un pilar cuadrado de graciosa construcción y se divide en dos<br />

paneles iguales, apenas separados por un ligero reborde decorado. Dos frisos corridos completan la<br />

decoración del pasamano, que forma, como todo el resto de esta admirable pieza artística, un conjunto<br />

único, lo mismo por el dibujo que por sus detalles arquitectónicos y sus adornos escultóricos, para<br />

los cuales se ha usado de un mismo elemento decorativo: las hojas serpeantes estilizadas y las uvas.<br />

El púlpito de San Diego, con los de San Francisco, la Compañía y Guápulo, son y serán siempre<br />

verdaderas maravillas del arte nacional ecuatoriano, distinguiéndose el primero por la simpatía de<br />

su línea, la unidad de su conjunto y la perfección de sus detalles, entre los que es preciso anotar<br />

los cinco santos que ocupan los nichos del cuerpo principal del púlpito, que no son las estatuillas<br />

desproporcionadas del púlpito de Guápulo, sino preciosas y acabadas obras de escultura en madera.<br />

Todo en él, hasta su forma, concuerda más que en otro alguno, con el estilo plateresco, en el que se<br />

han hecho todo los púlpitos antiguos de las iglesias quiteñas. El de San Diego es, como dijimos, un<br />

cáliz, y un cáliz es tema propio de orfebrería, cuyo estilo es el de los escultores españoles del siglo<br />

XVI. Permita el cielo que esta obra se conserve y perdure por infinitos siglos, no sólo por ser artística<br />

joya, sino también por llevar consigo el recuerdo histórico de aquel numen de la elocuencia sagrada,<br />

fray José María Aguirre, quien ocupó en nuestra época, durante muchos años y por espacio de cinco<br />

semanas continuas anualmente, esa simbólica copa, para llenarla hasta desbordarse con la sagrada<br />

unción de su palabra y algunas veces, con su propia sangre, que se la sacaba con punzantes y horribles<br />

disciplinas, para dar ejemplo de humildad y penitencia a sus oyentes. Cuantas veces estamos delante<br />

de esa preciosa cátedra, no podemos prescindir de evocar la augusta figura de aquel santo fraile, cuyos<br />

rasgos fisonómicos recordaban los de Savonarola. Aún le vemos erguirse para predicar, quitándose,<br />

previamente, la capa y depositándola sobre el pasamano, al mismo tiempo que en devoto ademán<br />

colocaba un Cristo crucificado en la mano desnuda que el escultor enclavó en el púlpito, junto a la<br />

pared, para sostén del farol antiguo, en el que una macilenta luz bastaba para los servicios religiosos<br />

de los primitivos monjes, y que armonizaba más con el ambiente sandiegano que el moderno foco<br />

de luz eléctrica, cuyo cordón se desliza ahora desde los pies de la estatua de San Buenaventura, por<br />

encima del tornavoz. Pero volvamos a nuestra tarea.<br />

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