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Oxígeno líquido... Las garrafas Dewar apiladas<br />
en el taller contenían oxígeno líquido. Esquirlas de<br />
vidrio habían crujido bajo mis pasos, mientras llevaba a<br />
Harey. ¿Cuánto oxígeno había bebido? ¡Qué importaba!<br />
La tráquea, la garganta, los pulmones, todo<br />
estaba quemado; el oxígeno líquido roe las carnes más<br />
eficazmente que los ácidos fuertes. Harey respiraba<br />
cada vez con mayor dificultad, con un ruido seco de<br />
papel rasgado. Tenía los ojos cerrados. Agonizaba.<br />
Examiné los grandes armarios, repletos de instrumentos<br />
y drogas. ¿Una traqueotomía? ¿Un entubado?<br />
¡Ya no tenía pulmones! ¿Medicamentos? ¡Tantos medicamentos!<br />
Hileras de cajas de frascos de color se<br />
alineaban en los anaqueles. Harey gemía aún; un<br />
hilo de bruma le flotaba sobre los labios entreabiertos.<br />
Los termóforos...<br />
Empecé a buscarlos; luego cambié de idea. Corrí<br />
a otro armario, y vacié unas cajas de ampollas. Y<br />
ahora, una aguja hipodérmica: ¿dónde estaban las agujas?<br />
Encontré una al fin, había que esterilizarla. Luché<br />
en vano con la tapa del esterilizador; no alcanzaba<br />
a doblar los dedos, insensibles y entumecidos.<br />
El estertor aumentó. Cuando llegué junto a Harey,<br />
ella había abierto los ojos.<br />
Quise llamarla, pero yo había perdido la voz. Mi<br />
rostro ya no me pertenecía, los labios no me obedecían;<br />
llevaba una máscara de yeso.<br />
Bajo la piel blanca, las costillas de Harey se movían<br />
trabajosamente; la nieve se había fundido, y los cabellos<br />
húmedos se le desparramaban por la cabecera.<br />
Y Harey estaba mirándome.<br />
—¡Harey!<br />
No pude decir otra cosa. Me quedé allí, tieso como<br />
un tronco; las manos colgando a los costados. Una<br />
sensación de quemadura me trepó por las piernas y<br />
me mordió los labios y los párpados.<br />
Una gota de sangre se derritió y resbaló oblicuamente<br />
por la mejilla de Harey. La lengua le<br />
tembló y se retiró. Los estertores de agonía<br />
continuaban.<br />
Le tomé la muñeca; no sentí el pulso. Apoyé la<br />
oreja sobre el pecho helado. Oí como el estruendo<br />
de una tempestad, y a lo lejos un galope, los latidos<br />
del corazón, tan acelerados que me era imposible<br />
contarlos. Me quedé así, inclinado, con los párpados<br />
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