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nerviosa; se desprendió del traje y en seguida echó a<br />
correr en todas direcciones, como un loco. Al fin lo<br />
dominaron, pero Berton continuó gritando y<br />
llorando. Era una conducta bastante sorprendente<br />
sobre todo en un hombre que había navegado<br />
diecisiete años, y estaba acostumbrado a los peligros<br />
de los viajes cósmicos.<br />
Los médicos suponían que también Berton había<br />
absorbido gases tóxicos. Ya bastante recobrado,<br />
Berton sin embargo se negó a abandonar la base, o<br />
aun acercarse a la ventana que miraba al océano. Al<br />
cabo de dos días, pidió permiso para dictar un<br />
informe sobre el vuelo, insistiendo en la<br />
importancia de lo que iba a revelar. El consejo de la<br />
expedición estudió el informe y dictaminó que se<br />
trataba de la creación mórbida de un cerebro<br />
intoxicado por gases atmosféricos nocivos; las<br />
supuestas revelaciones interesaban no a la historia de la<br />
expedición, sino al desarrollo de la enfermedad de<br />
Berton, por lo tanto no se las describía.<br />
Esto decía el suplemento. Me pareció que el informe<br />
de Berton podía proporcionar al menos una clave<br />
del misterio. ¿Qué fenómeno había podido desquiciar<br />
de ese modo a un veterano del espacio? Busqué de<br />
nuevo entre los libros, pero el Pequeño<br />
Apócrifo no aparecía. Me sentía cada vez más<br />
fatigado; postergué la búsqueda para el día<br />
siguiente y salí del cuarto.<br />
Al pasar al pie de una escalera, vi unas rayas de luz<br />
reflejadas en los peldaños de aluminio. ¡Sartorius estaba<br />
aún arriba trabajando! Decidí ir a verlo.<br />
Arriba hacía más calor. Sin embargo, en las<br />
bocas de ventilación las cintas de papel se movían<br />
frenéticamente. El corredor era bajo y ancho. Una<br />
placa de vidrio esmerilado enmarcada en cromo<br />
cerraba el laboratorio principal. En el interior, un<br />
cortinado oscuro velaba la puerta; la luz entraba por<br />
unas ventanas, encima del dintel. Apreté el picaporte;<br />
la puerta no cedió. Yo no había esperado otra cosa.<br />
El único sonido que me llegaba del laboratorio era<br />
una especie de gorjeo intermitente, como el silbido de<br />
un quemador de gas defectuoso. Golpeé; no hubo<br />
respuesta.<br />
—¡Sartorius! ¡Doctor Sartorius! —llamé—. ¡Soy yo,<br />
Kelvin, el nuevo! ¡Necesito verlo, ábrame por favor!<br />
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