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hirió en los ojos, y unos relámpagos de color sangre<br />
golpearon la cúpula transparente; el océano negro, erizado<br />
de llamas sombrías, me tino de azul.<br />
Describí una curva demasiado amplia y el viento<br />
desvió el aparato, alejándolo del mimoide: una larga<br />
silueta irregular que asomaba en el océano. Fuera<br />
de la bruma, el mimoide no tenía ya una tonalidad<br />
rosada sino un color gris amarillento; por un<br />
instante lo perdí de vista, y vislumbré la Estación,<br />
que parecía posada en el horizonte, y cuya forma<br />
recordaba un antiguo zepelín. Cambié de dirección:<br />
la escarpada mole del mimoide, escultura barroca,<br />
creció ante mis ojos. Temí estrellarme contra las<br />
protuberancias bulbosas, y enderecé bruscamente el<br />
helicóptero, que perdió velocidad, y empezó a<br />
cabecear. Mis precauciones habían sido inútiles, pues<br />
las cimas redondeadas de aquellas torres fantásticas<br />
eran más bajas ahora. Volé sobre la isla y<br />
lentamente, palmo a palmo, bajé otra vez hasta<br />
rozar las cimas erosionadas. El mimoide no era<br />
grande; medía, de uno a otro extremo, poco más de<br />
un kilómetro, y doscientos a trescientos metros de<br />
ancho; unos repliegues superficiales anunciaban de<br />
tanto en tanto una ruptura inminente. El mimoide,<br />
obviamente, era sólo un fragmento desprendido de<br />
una forma más grande; apenas un segmento ínfimo<br />
en la escala <strong>solaris</strong>ta, un viejo despojo de quién sabe<br />
cuántas semanas o meses de edad.<br />
Entre las rocas veteadas que dominaban el océano,<br />
descubrí una especie de playa, una superficie<br />
inclinada relativamente plana, apenas unas pocas<br />
decenas de metros cuadrados. Me posé allí no sin<br />
dificultades; la hélice había estado a punto de chocar<br />
con un acantilado que brotó bruscamente delante de<br />
mí. Detuve el motor y levanté la cúpula. De pie sobre<br />
el alerón, comprobé que el aparato no corría peligro<br />
de deslizarse hacia el océano. A quince metros, las olas<br />
lamían la orilla dentada, pero el helicóptero descansaba<br />
firmemente sobre las muletas circunflejas. El acantilado<br />
que yo casi me había llevado por delante era una enorme<br />
membrana ósea atravesada de agujeros, y revestida de<br />
engrasamientos nudosos. Una brecha de varios metros<br />
hendía al sesgo esa pared y permitía examinar el interior<br />
de la isla, ya entrevisto a través de los orificios del<br />
acantilado. Me encaramé prudentemente a la saliente<br />
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