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negras, rojas, doradas, que se dispersaban poco a<br />
poco. Los ventiladores continuaban gimiendo; el<br />
humo, la bruma, el polvo se disipaban.<br />
La haz verdosa de la pantalla del radar atrajo mi<br />
mirada. Manipulando de prisa las llaves, traté de<br />
localizar el cohete. Cuando lo encontré, volaba ya<br />
más allá de la atmósfera.<br />
Nunca había lanzado un proyectil de manera tan<br />
aberrante y ciega, sin preocuparme por ajustar la<br />
velocidad y la dirección. No conocía la potencia<br />
del vehículo y temí una catástrofe de consecuencias<br />
incalculables. Decidí que lo más sencillo era<br />
poner el cohete en órbita circular, a una distancia de<br />
aproximadamente mil kilómetros de Solaris, y<br />
apagar entonces los propulsores. Verifiqué en las<br />
tablas que una órbita de mil kilómetros era<br />
estacionaria. Esto no arreglaba nada, por supuesto,<br />
pero no se me ocurría otra solución.<br />
No tuve el coraje de conectar el altoparlante,<br />
que había callado después del lanzamiento. No, no<br />
quería exponerme a oír de nuevo aquella voz<br />
terrible, que ya nada tenía de humano. Me creía<br />
autorizado a pensar que había vencido a todos<br />
aquellos simulacros, y que más allá de las<br />
alucinaciones y contra toda expectativa, volvía a<br />
encontrarme con Harey, la verdadera Harey, a quien<br />
la hipótesis de la locura hubiera destruido del todo.<br />
A la una abandoné la cubierta de la estación.<br />
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