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CAPÍTULO 16<br />
—Me siento incómoda presentándome aquí sin avisar —dijo Kate frente a la puerta de los Solomon.<br />
—Llamé a Rachel mientras te cambiabas de ropa, y se emocionó muchísimo cuando le dije que vendrías —admitió Jill.<br />
—No he debido dejar que me convencieras —masculló con un hilo de voz.<br />
Estaba muy nerviosa. Nunca había tenido problemas para conocer gente, de hecho, trataba con gente desconocida<br />
continuamente, por la casa de huéspedes. Pero aquella familia la hacía sentirse extraña, había algo diferente en ellos que<br />
no conseguía explicar.<br />
—¿Ya te he dicho lo mucho que significa para mí que estés aquí? —preguntó Jill con gesto inocente.<br />
—Como un millón de veces en los últimos quince minutos.<br />
—¡Vamos, Kate! Tú eres lo más importante para mí. —Se colocó frente a ella y cogió sus manos—. Quiero que te<br />
conozcan, y seguro que lo pasas bien, son muy simpáticos.<br />
—Recuérdame por qué hago esto —dijo resignada.<br />
—Porque me adoras y harías cualquier cosa por mí —contestó Jill con voz mimosa—. Y porque te mueres por estar con<br />
William.<br />
Kate soltó un bufido y le dedicó una mirada de reproche a su amiga.<br />
La puerta se abrió y Rachel apareció al otro lado, sonriente.<br />
—Hola, cariño, me alegro de verte —saludó, dando un cálido abrazo a Jill—. Y tú debes de ser Kate —continuó—. Te<br />
recuerdo, estuviste en la inauguración de la librería. —Kate asintió esbozando una tímida sonrisa—. ¡Bienvenida! —La<br />
estrechó con cariño, presionando ligeramente su mejilla contra la de ella—. Vamos, entrad. Esta noche cenaremos en el<br />
jardín.<br />
Daniel y Jerome conversaban en la cocina frente a una botella de vino tinto y ambos las saludaron con una gran sonrisa.<br />
—¿Por qué no vais con los chicos? —sugirió Rachel—. Están afuera, preparando la mesa. Estaré con vosotras en cuanto<br />
termine este puré de guisantes —dijo mientras trataba de remover, sin mucho éxito, una espesa pasta de color verde.<br />
William llevaba toda la tarde encerrado en su habitación, ojeando unos documentos que su abogado había enviado<br />
desde Londres. Cuando terminó de firmar el último manuscrito, intentó leer un rato. Al cabo de unos minutos, tiró el libro<br />
al suelo, incapaz de concentrarse. Recorrió con los ojos la estancia, sin saber qué hacer. Algo en la cama llamó su<br />
atención, una pequeña caja de lápices y un bloc de dibujo asomaban bajo uno de los almohadones. April debía de haberlos<br />
olvidado allí.<br />
Miró fijamente la caja durante un rato. Llevaba décadas sin dibujar y ni siquiera recordaba por qué había dejado de<br />
hacerlo. Tenía aquella afición desde niño y, con el tiempo, la había convertido en una forma de expresar sus emociones.<br />
Una realidad se abrió paso en su cerebro: dejó de pintar cuando dejó de sentir.<br />
Cogió un lápiz y el bloc. Se recostó en el sofá y con pulso firme comenzó a trazar líneas con suavidad. Un rostro<br />
ovalado tomó forma en el lienzo. Al cabo de una hora, y tras retocar un par de sombras, el dibujo estaba terminado.<br />
Arrancó con cuidado la hoja y la acercó a la lámpara que tenía sobre la mesa.<br />
Kate lo miraba desde el papel con ojos brillantes y sus labios carnosos ligeramente entreabiertos. Parecía tan real como<br />
una fotografía en blanco y negro.<br />
Shane entró en la habitación sin llamar a la puerta.<br />
—¿No bajas?<br />
—Dentro de un rato —contestó William.<br />
El licántropo le echó un vistazo de soslayo al papel y sus labios se curvaron con una amplia sonrisa.<br />
—Se te da muy bien —dijo con su habitual tono de indiferencia. Viniendo de Shane, el comentario era todo un cumplido.<br />
—He perdido práctica —observó William, mientras examinaba el dibujo con expresión crítica.<br />
—Si tú lo dices.<br />
William sacó de su vieja mochila un portafolios cerrado por un cordón de terciopelo bastante deshilachado. Hacía años<br />
que no lo abría y le costó un poco desatarlo sin romperlo. Guardó dentro el boceto de Kate.<br />
—¿Puedo verlos? —preguntó Shane, señalando el montón de dibujos que abarrotaban el portafolios.<br />
William se los entregó con un poco de reticencia. Nunca se los había enseñado a nadie y tenía la sensación de estar<br />
dejando una parte muy intima de él al descubierto. Aunque esa idea en el fondo era una estupidez, al fin y al cabo, solo<br />
eran dibujos.