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Amelia.<br />

Esa mañana la había acompañado a la prueba de unos vestidos. Se sentó en un rincón, alejado del grupo de señoras que<br />

abarrotaba la tienda, mientras observaba con adoración cada mohín coqueto que el rostro de Amelia reflejaba en el espejo.<br />

En un descuido, la costurera se pinchó con un alfiler. Una pequeña gota de sangre asomó a su dedo que, con gesto<br />

rápido, se llevó a la boca, succionándolo. William apenas pudo controlarse, el olor de la sangre llenaba cada rincón.<br />

Sintió cómo sus colmillos se alargaban, presionando contra la lengua. La cabeza le daba vueltas, las voces se fueron<br />

apagando y un único sonido tronaba en su cabeza: el corazón de aquella mujer bombeando sangre. Clavó los ojos en su<br />

cuello y en la línea azulada que se intuía bajo la piel. Solo tenía que levantarse y tomarla, saciando así el hambre que<br />

sentía. Se puso en pie, muy despacio, con la mirada fija en la garganta de la costurera. Ya no percibía nada de lo que<br />

ocurría a su alrededor, todos sus sentidos estaban centrados en aquel latido.<br />

Las campanillas de la puerta lo sacaron del trance en el último segundo. Había faltado poco, un segundo más, y se habría<br />

abalanzado sobre ella para beberse hasta su última gota de sangre; y todo habría ocurrido bajo la mirada Amelia. Se dijo a<br />

sí mismo que esa noche iría al bosque, necesitaba alimentarse. Aún era un vampiro demasiado joven, y su voluntad frágil.<br />

Iba tan absorto en aquellos pensamientos que no vio a Daniel detenerse, chocó contra su espalda y una queja asomó a sus<br />

labios sin que llegara a pronunciarla.<br />

El licántropo no se movía, tenía la cabeza levantada y olfateaba el aire.<br />

—¿Qué ocurre? —preguntó William. De manera instintiva, su cuerpo se puso en tensión.<br />

Daniel no contestó, las aletas de su nariz se movían intentando captar los detalles del olor que arrastraba el viento.<br />

Inclinó el cuerpo hacia delante y emitió un gruñido bajo y hosco.<br />

William se estremeció con un mal presentimiento.<br />

—¿Qué pasa, Daniel?<br />

—Están en la casa, reconozco el olor —respondió. Giró la cabeza para mirar a William. Sus ojos eran ahora de un<br />

amarillo intenso, y resoplaba a través de la boca entreabierta—. Los vampiros están en tu casa.<br />

William necesitó un segundo para comprender lo que Daniel acababa de decir.<br />

—¡Amelia! —exclamó. Se lanzó a la carrera, aterrado por lo que hubiera podido ocurrirle, y ese miedo le provocó un<br />

dolor agudo que le perforaba el pecho a la altura del esternón.<br />

—¡Espera, primero tenemos que asegurarnos de a qué nos enfrentamos! —le gritó Daniel, al tiempo que conseguía<br />

agarrarlo por las piernas y derribarlo. Después, concluyó—: No podrás ayudarla si dejas que te maten.<br />

—¡Suéltame, podrían hacerle daño! —ordenó con vehemencia. Intentó zafarse, agitando las piernas con fuerza, pero<br />

Daniel no lo soltaba.<br />

—¡O puede que ya esté muerta! —replicó el lobo sin sutilezas. Le costaba hablar, estaba haciendo un esfuerzo<br />

sobrenatural, incluso para él, intentando sujetar por todos los medios aquel cuerpo que le pateaba el pecho—. Usa la<br />

cabeza, necesitamos un plan.<br />

William dejó de ofrecer resistencia, en el fondo sabía que su amigo tenía razón. Se sentaron sobre la hierba. Daniel<br />

jadeaba con la respiración entrecortada, se pasó una mano por el pelo y dejó los brazos descansando sobre las rodillas;<br />

una de sus muñecas se había dislocado y, tras reunir fuerzas, apretó los labios y la colocó en su sitio. La lluvia amainaba,<br />

pero los relámpagos, seguidos de unos truenos ensordecedores, cobraban fuerza sobre ellos.<br />

—Debemos saber cuántos hay y en qué parte de la casa están. Así podremos idear una forma de entrar y sorprenderlos<br />

—dijo Daniel tras recuperar el aliento.<br />

—Lo único que quiero es sacar a Amelia de ahí, con vida —comentó desesperado. Mantenía la mirada fija en la casa,<br />

mientras un temblor descontrolado le sacudía los hombros.<br />

—Y lo haremos cueste lo que cueste —aseguró Daniel—. ¿Qué diantres les habrá traído hasta aquí? —No esperó a que<br />

el vampiro le contestara. Se puso en pie, estiró los hombros y movió el cuello de un lado a otro haciendo crujir los huesos.<br />

Miró a William y un destello salvaje le iluminó los ojos—. A cazar.<br />

Amelia entró en la sala con una cafetera humeante entre las manos. La seguía un hombre con el pelo recogido en una<br />

larga coleta y unos rasgos asiáticos que parecían esculpidos en mármol, sujetando una bandeja en la que bailaban unas<br />

pequeñas tazas de porcelana y un plato repleto de galletas.<br />

—Gracias, puede dejarla sobre la mesa —indicó Amelia—. Aunque no debería haberse molestado.<br />

El hombre depositó la bandeja donde ella indicó y se retiró a un rincón con expresión malhumorada.<br />

—¡Oh, no se preocupe, para él ha sido todo un placer! ¿No es cierto, Sean? —intervino un segundo hombre con una voz<br />

demasiado empalagosa. El aludido asintió, curvando los labios con una mueca que pretendía ser una sonrisa—.<br />

Discúlpele, querida, las tormentas le ponen nervioso. Humm… ¿eso que huelo son galletas?<br />

El dueño de aquella voz condescendiente se encontraba sentado en un sillón frente al fuego. El amplio respaldo mantenía<br />

su figura oculta, solo una mano apoyada en el reposabrazos delataba su presencia. Se incorporó con elegancia. No tendría<br />

más de treinta años. Lucía un traje negro que contrastaba en exceso con la palidez de su piel, su pelo era tan rubio que casi<br />

parecía albino, y lo llevaba perfectamente peinado con una marcada raya en el lado derecho.<br />

—Son de… de manzana —tartamudeó ella. La mirada de aquel hombre la aturdía.<br />

—No solo es una dama encantadora y bellísima, también es usted una estupenda cocinera. Su esposo es un hombre

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