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no lo fue, que todas esas historias de miedo que cuentan los libros son ciertas, pero… —Guardó silencio un segundo y<br />

tragó saliva para deshacer el nudo de su garganta—. Yo sigo siendo el mismo de esta mañana, nada ha cambiado en mí, ni<br />

en el amor que siento por ti. Y tienes que creerme cuando te digo que jamás te haría daño.<br />

Levantó la mirada alentado por su silencio, al menos lo escuchaba. De haber estado vivo, su corazón habría dado un<br />

vuelco al comprobar que Amelia no estaba, en el rincón solo quedaban sus zapatos. Se levantó con un único movimiento y<br />

corrió a través del hueco de la ventana hacia el porche.<br />

—¡Amelia! —gritó con desesperación—. ¡Amelia, por Dios!<br />

Se movió de un lado a otro, intentando adivinar qué dirección había tomado. Alzó la cabeza e inspiró profundamente en<br />

un intento por captar algún efluvio suyo, era capaz de oler su sangre entre decenas de personas; pero en aquel momento, ni<br />

siquiera podía concentrarse. Entonces la vio. Una pequeña mancha de color blanco, apenas visible bajo la luz de la luna,<br />

se alejaba hacia el oeste.<br />

«¡Va al acantilado!», pensó, y se lanzó tras ella en una carrera desenfrenada, con un mal presentimiento que le oprimía el<br />

pecho.<br />

La alcanzó en pocos segundos y, aunque su deseo era sacarla de allí a rastras antes de que se lastimara, se mantuvo a una<br />

distancia prudente para no atemorizarla más de lo que ya estaba. Percibía el miedo que emanaba de su cuerpo indefenso y<br />

aquel sentimiento le traspasó el alma.<br />

—Detente, te lo suplico —rogó William con la voz rota.<br />

Amelia llegó hasta el borde del precipicio y tuvo que esforzarse por mantener el equilibrio y no caer. Quedó de<br />

espaldas a William, mirando al vacío. Un temblor incontrolado recorría su cuerpo, a la vez que su respiración agitada<br />

hacia subir y bajar su pecho de forma exagerada.<br />

—No te acerques —le espetó dando otro traspiés. Miraba de reojo hacia él y de nuevo al abismo que se abría ante ella.<br />

—Está bien, no me moveré de aquí, pero aléjate del borde, te lo ruego. —El miedo atenazaba su garganta, convirtiendo<br />

su voz en un susurro lastimero. Le tendió la mano con lentitud—. Por favor, volvamos a casa, te prometo que recogeré mis<br />

cosas y me iré. Te daré todo el tiempo que necesites, te lo juro, pero apártate de ahí.<br />

—Eres un monstruo. ¿Cuándo pensabas matarme, William? ¿Cuándo ya te hubieras cansado de jugar conmigo? —<br />

preguntó ella con rabia, y su rostro marchito volvió a inundarse de lágrimas mientras sus labios temblaban por los nervios.<br />

Él negó con la cabeza, torturado por sus palabras, que se le clavaban como puñales. ¿Cómo era posible que la mujer que<br />

tanto amaba pensara de ese modo sobre él?<br />

—Jamás te haría daño —contestó.<br />

—Eres un hijo de Satanás —le escupió—. Un monstruo —repitió aquella palabra con desprecio.<br />

William dio un paso, y su voz se hizo un susurro.<br />

—Sí, es posible que lo sea, pero no del modo que tú crees.<br />

El viento volvía a soplar con fuerza. Agitaba el cuerpo de Amelia haciendo que su pelo y su vestido ondearan con<br />

violentas sacudidas.<br />

—¿Del modo que yo creo? ¡Solo hay un modo! —le grito histérica—. Eres… eres un vampiro que se alimenta de sangre<br />

y… estás muerto. —Se llevó las manos a la cara como si quisiera arrancarse la piel con las uñas.<br />

—Sí, es lo que soy. Pero te juro que me conociste siendo humano, era humano cuando te di el primer beso y me<br />

convierto en humano cada minuto que paso contigo. No es tan malo como parece. Yo no soy malo… me conoces —dijo en<br />

un tono de voz tan dulce como la miel. Tuvo un atisbo de esperanza cuando ella dejó escapar una tímida sonrisa—.<br />

Amelia, deja que te cuente la historia, no soy como esas criaturas que asaltaron nuestra casa. Te aseguro que no todos<br />

somos así —endulzó sus palabras todo lo que pudo, modulando su voz con premeditación. Sabía que podía ser irresistible<br />

y tentador si lo deseaba. Siempre había evitado usar aquel poder persuasivo, pero ahora no tenía más remedio—. Amor<br />

mío, por favor. Ven, dame la mano.<br />

El cuerpo de Amelia se relajó poco a poco, giró muy despacio sobre sí misma, hasta quedar frente a él y, con lentitud,<br />

levantó del suelo una mirada triste y compungida.<br />

—¿Cuándo te ocurrió?<br />

—Hace tres años, en Noche Vieja.<br />

—¿Cuando enfermaste?<br />

Él asintió.<br />

—¿Y cómo…? —no pudo terminar, William la atajó con apremio.<br />

—Te lo contaré todo en casa, lo prometo. —Le tendió la mano otra vez—. Aquí hace mucho frío y vas a enfermar.<br />

Amelia no pudo resistirse a aquella voz tan melodiosa que tiraba de ella quebrando su voluntad, no podía apartar la<br />

mirada de sus ojos azules como el mar, que la turbaban acelerando su respiración. ¡Era tan hermoso! ¿Cómo podía haber<br />

tenido miedo de aquel rostro? Dio un paso, y después otro con extrema lentitud, manteniendo sus ojos fijos en los de<br />

William, que le sonreía con los labios entreabiertos.<br />

De repente se detuvo, y su rostro volvió a crisparse con un gesto paranoico, una imagen había acudido a su mente<br />

sacándola de su extraño aturdimiento: Samuel, Jerome y Daniel, eran en realidad tres bestias sobrenaturales capaces de<br />

arrancar de un mordisco la cabeza de un hombre, de un vampiro. La pesadilla no iba a terminar nunca, tenía que alejarse de<br />

allí y escapar de aquella locura. Dio la vuelta sin ser consciente de adónde se dirigía, y echó a correr.<br />

—¡Amelia, no! —gritó él mientras veía cómo su cuerpo caía por el acantilado.

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