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PRÓLOGO<br />

La luna reinaba en el cielo, pálida y amarilla como la nieve que cubría la calle bajo el alumbrado de gas. Amelia<br />

abandonó su escondite con paso vacilante. Sus hombros se sacudían convulsivamente, y se abrazó los codos para aplacar<br />

el temblor. Indecisa, miró al otro lado de la calle, ni siquiera tenía fuerzas para cruzar. Se apoyó en la pared y dejó que su<br />

cuerpo resbalara hasta el suelo.<br />

La sensación de vacío en su estómago estaba a punto de volverla loca, y cada vez se sentía más débil y desorientada.<br />

Había intentado comer, pero cuando el alimento llegaba a su estómago, este parecía llenarse de algo semejante al ácido, y<br />

se veía obligada a vomitarlo todo entre agudos espasmos que acababan dejándola exhausta. Por suerte, el dolor<br />

insoportable que la había atormentando durante horas había desaparecido, y con él, el latido de su corazón. Ni el más leve<br />

palpitar lo agitaba.<br />

Se miró los brazos que descansaban sobre la ajada falda de su vestido, con la parte interior de las muñecas hacia arriba.<br />

Las quemaduras habían desaparecido casi por completo, solo unas manchas rosadas apenas visibles en la piel. Se<br />

estremeció al recordar cómo el sol le había achicharrado los brazos, y el olor a carne quemada. Tuvo que arrastrarse entre<br />

el fango y la nieve hasta los bajos de una casa en construcción, tan rápido como sus fuerzas se lo permitían, para<br />

protegerse de aquellos rayos que casi la convierten en una tea ardiente.<br />

Miró de reojo a la figura que se acercaba. Un hombre de mediana edad envuelto en un abrigo de pieles, que caminaba<br />

con paso torpe haciendo crujir el agua congelada bajo los pies. Lo oía jadear con la respiración entrecortada, y podía ver<br />

cómo la nube que formaba su aliento se solidificaba en el aire. Esos sonidos eran tan ensordecedores y molestos como si<br />

estuvieran dentro de su propia cabeza. Se masajeó las sienes intentando aliviar la sensación.<br />

Entonces lo olió, y era lo más apetitoso que había percibido nunca, cálido, con un ligero toque metálico. La boca se le<br />

hizo agua, y cuanto más se acercaba aquel tipo más intenso era el aroma. Las manos comenzaron a temblarle. Inspiró,<br />

llenando los pulmones de aquel aire perfumado, y cerró los ojos para saborearlo con un estremecimiento excitante<br />

recorriéndole el cuerpo.<br />

El hombre se fijó en ella, se agachó a su lado y la miró con atención. A pesar de su aspecto no parecía una vagabunda, ni<br />

una prostituta. Su piel pálida y perfecta era la de una joven acostumbrada a las comodidades. Pensó que se habría<br />

escapado de casa y, por el estado de su vestido, dedujo que de eso hacía ya varios días.<br />

—¿Estás bien? —preguntó, ladeando la cabeza para poder ver su rostro.<br />

Ella levantó la mirada del suelo nevado y clavó sus ojos dorados en él.<br />

—Tengo hambre —susurró.<br />

El hombre le dedicó una sonrisa amable.<br />

—¿Cuántos días llevas sin comer?<br />

—Tengo hambre —repitió—, y mucha sed.<br />

Alargó la mano y acarició el cuello del hombre. Las yemas de sus dedos se deslizaban por la cálida piel con la suavidad<br />

de la seda.<br />

—¡Dios mío, estás helada! —exclamó él, mientras se preguntaba cómo no había muerto congelada con aquellas<br />

temperaturas.<br />

Ella no parecía escucharlo, miraba fijamente su garganta sin dejar de acariciarla.<br />

Él volvió a sonreír, pero esta vez su expresión se tornó ávida.<br />

—Yo podría darte dinero, suficiente para que encuentres un sitio en el que comer algo caliente y dormir. A cambio, tú<br />

podrías… —dejó la frase suspendida en el aire, y lanzó una mirada al callejón estrecho y sin luz que tenían detrás.<br />

Ella no contestó, se puso en pie, lo tomó de la mano y juntos se adentraron en las sombras.<br />

El hombre se quitó el abrigo y lo dejó con extremo cuidado sobre unas cajas. Sonrió a la chica y la recorrió de arriba<br />

abajo con ojos hambrientos; se entretuvo en la forma de sus caderas y en los senos bajo la fina tela. Alzó la mano para<br />

acariciarle el rostro y el tiempo se detuvo. El corazón le dio un vuelco y empezó a latir desbocado, como si quisiera<br />

salírsele del pecho, mientras la sangre se le congelaba en las venas. Aquella criatura de rostro angelical lo miraba a<br />

través de unos ojos rojos y brillantes, completamente fríos e inhumanos; y tras los labios entreabiertos, sobresalían dos<br />

colmillos demasiado grandes y puntiagudos para un humano. Dio un paso atrás, pero a medida que retrocedía, ella<br />

avanzaba arrinconándolo, y acabó chocando contra la pared mugrienta.<br />

—¿Qué… eres? —preguntó con la voz entrecortada por el miedo.<br />

—Tengo hambre —susurró ella.<br />

Saltó sobre él, le ladeó la cabeza con un movimiento brusco y le clavó los colmillos en el cuello. La sangre caliente

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