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decreto de la sociedad, aunque (incluso en su caso) su preselección había sido ya

llevada a cabo por fuerzas no políticas y no controladas por el Estado (la concesión de

permisos de residencia y los decretos de deportación son sumamente selectivos; así,

aquellos «extranjeros» que más probabilidades tenían ya de antemano de contribuir a

lubricar el engranaje de la economía de consumo son los que, por norma, acaban siendo

eximidos de la exención). Los excluidos de la nueva variante moderna líquida no han

sido acusados por un tribunal de justicia, ni han recibido sentencia ni se les ha leído

condena alguna en contra. No se les ha arrojado exactamente por la borda: se han caído,

más bien, del navío o no han podido seguir su marcha. Forman la «infraclase» de una

sociedad que se vanagloria de haber eliminado las divisiones de clase, pero que

preserva el recuerdo de estas en la separación que efectúa entre los perdedores en el

juego del consumo (obligados a irse del casino por su propio pie o echados a la fuerza)

y los ganadores y los jugadores consumados que disponen de un suministro respetable

de dinero que los convierte en solventes.

Como los gobiernos del momento ya no se dedican a elaborar cianotipos del orden

social perfecto, han perdido también todo interés y toda razón para decidir quién debe

ser salvado y quién condenado, y para elaborar listas de excluidos. Pero sigue

correspondiéndole a ellos la tarea de deshacerse de los muchos que ya han sido

excluidos por otros medios (por defecto, más que deliberadamente) de participar en el

juego del consumo. Se enfrentan al imponente desafío de «deshacerse de los seres

humanos sobrantes» en un planeta que ya está lleno y en el que ya no cuentan con las

válvulas de escape en forma de territorios de ultramar que antaño les servían de

vertedero de residuos. En la sociedad de consumidores, la «industria de eliminación de

residuos» aplicada a los seres humanos rechazados es una de las escasas ramas

productivas inmunes a los vaivenes del ciclo económico.

Lo que une a los caídos de la era moderna líquida con los homini sacri de antaño es

la «desnudez social» de sus cuerpos, el estigma indeleble de su exclusión de aquella

parte normativamente regulada de la humanidad y del derecho al bios. Pero el modo en

que han llegado a tal situación es distinto en uno y otro caso, como también lo son los

motivos por los que la suerte que padecen parece ser inexorable e irreparable.

Mientras que los homini sacri ortodoxos eran (y continúan siendo) «víctimas

colaterales» del celo de los Estados por la «construcción de orden», de lo que los

nuevos «marginados humanos» son eliminados es del juego del consumo, ya que se les

niega la posibilidad de vivir conforme a las reglas de este. Los primeros eran

despojados a la fuerza de su «ropaje social» y obligados a permanecer desnudos por el

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