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«hibridez» tachan las «culturas» que definen los contextos de vida de «otras personas»

de incondicionales, obstinadas e inquebrantables, de realidades «fijadoras» y

«vinculantes», de totalidades autocontenidas, autosostenidas y autopropagadas,

podemos decir que la «cultura híbrida» es extracultural, tanto programáticamente como

en la práctica. Desafiando de forma abierta la tesis de la distinción social de Bourdieu,

según la cual la superioridad depende de la rigurosidad con la que las preferencias y

las elecciones culturales se mantienen circunscritas dentro de un ámbito muy concreto,

la «cultura híbrida» se muestra manifiestamente omnívora: no se compromete, no es

quisquillosa, no tiene prejuicios, está dispuesta y hasta arde en deseos de saborear todo

lo que se le ofrece y de ingerir y digerir comidas de todas las cocinas.

Repito: la imagen de la «cultura híbrida» es un barniz ideológico con el que se

recubre la extraterritorialidad adquirida o pretendida. Exenta de la soberanía de

unidades políticas circunscritas a un territorio, la «cultura híbrida» —como las redes

extraterritoriales pobladas por la élite global— busca su identidad en libertad lejos de

las identidades adscritas e inertes, disfrutando de licencia para desafiar e ignorar los

marcadores culturales, las etiquetas y los estigmas que circunscriben y limitan los

movimientos y las decisiones del resto de mortales ligados a un lugar: los «lugareños».

Quienes practican y disfrutan esa nueva flexibilidad o «no fijación» del yo tienden a

denominarla «libertad». Se podría decir, no obstante, que tener una identidad no fijada

que está en vigor básicamente «hasta nuevo aviso» no es un estado de libertad, sino una

forma de verse obligatoria e interminablemente reclutado para una guerra de liberación

que jamás se acaba de ganar: una batalla que se libra día tras día, sin respiro, por

librarse de, por acabar con, por olvidar. Fue en el momento en que la «identidad» dejó

de ser un legado engorroso (del que era imposible librarse) pero confortable (ya que

nadie nos lo podía quitar), y dejó de ser un acto de adquisición de un compromiso

permanente con algo previsto y que se esperaba que durase hasta la eternidad, y se

convirtió, por contra, en una tarea vitalicia de unos individuos huérfanos (por la

pérdida de unos legados inextricables) y privados de remansos de confianza creíbles,

cuando debió de transformarse (como así hizo) en un intento siempre inconcluso de

lavarse las manos de los compromisos pasados y de escapar a la amenaza de verse

enredado en uno nuevo del que los demás estuvieran encantados de desentenderse (y

del que, en realidad, lograran desentenderse). La libertad de estos buscadores de

identidad guarda una gran afinidad con la de un ciclista: caerse es el castigo por dejar

de pedalear y para mantener la posición vertical hay que seguir pedaleando. La

necesidad de continuar trabajando sin descanso les pone en una situación apremiante

sobre la que no tienen elección: la alternativa es demasiado sobrecogedora como para

ser siquiera contemplada.

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